Por Sebastián Robles
La fiesta del libro gigante es una celebración que se realiza en Mataró, Cataluña, desde hace casi cuarenta años, durante los cuales también ha sido llevada a otras ciudades del mundo, como Cali o Cartagena de Indias, y en marzo de este año también a Buenos Aires, organizada por Casa de Letras y con el apoyo del Fondo Metropolitano de las Artes y Ciencias del Ministerio de Cultura de la ciudad de Buenos Aires. El evento fue conducido, tal como lo es desde sus inicios en Mataró, por el librero Pep Durán, que estuvo recientemente de visita en nuestra ciudad. Aprovechamos la oportunidad para hacerle algunas preguntas:
¿Cómo surge la idea de hacer el Libro Gigante?
En el 76, muerto el dictador Franco, hicimos una noche dedicada al libro. Había un resurgimiento social en busca de distintos grupos de oficios, de personas, de intereses, una gran efervescencia. Entonces nosotros decidimos quedarnos una noche entera, celebrando los 50 años de la creación del día del libro en Cataluña. Los artistas se reunían, los médicos se reunían, los distintos grupos se iban reuniendo. Cada uno escribía el manifiesto de lo que le gustaría que fuera su organización, la sociedad, y se colocaba en un libro. Este fue el primer libro gigante.
Luego, al año siguiente, fue la conmemoración del estatuto de Cataluña. Entonces salió un movimiento social en el cual los catalanes, dentro del estado español, pedían un estatuto nuevo. Y se hizo el libro del estatuto de Cataluña. Pero esto ya en una plaza pública, con sonido, paja, elementos básicos de reciclaje.
Era un acto cultural- político. Durante la dictadura de Franco, los espacios públicos estaban prohibidos. Había estado prohibido reunirse, hablar, todo, que hubiera más de diez personas juntas estaba prohibido. Este era el reencuentro con esos espacios. Ocupábamos las plazas, las calles, intentando dar voz a aquello en que deseábamos que se transformase nuestra propia convivencia ciudadana. Nosotros montamos nuestra librería en torno a esa efervescencia. Nuestra librería nació en el 75, por lo tanto era una manera de hacer que los libros sirviesen como una forma de adquirir criterio, de educarnos en ideas que estaban prohibidas por el régimen. Nosotros pensábamos que los libros nos servían. Pensamiento racional, que luego es mucho más complicado.
Desde la librería decíamos: la fiesta del libro es una fiesta donde se venden libros, por lo tanto es una fiesta comercial. Se inventó para eso: para sacar los libros a la calle, que la gente los conociera, hacer promoción del libro. Nosotros decíamos: el libro está bien, pero como soporte. El libro no es más que un instrumento, un mecanismo, un soporte de ideas, de emociones, sensaciones, básicamente de convivencia. Y además se venden los autores conocidos, los que tienen prestigio. ¿Y la gente? ¿Podíamos ser autores de esos libros? Tenemos vida, podemos formar parte, no sacralizar a los autores, intentar darle un cariz no sólo comercial sino transformarla en una fiesta de comunicación entre las personas. Dijimos: “vamos a ocupar la calle, la plaza. En esa plaza haremos una fiesta en la que intervenga todo el grupo familiar.” No sólo los niños, no sólo los adultos. ¿La convivencia dónde se encuentra? En la familia, en los grupos, la convivencia en las casas, las familias con su visión amplia, no sólo de papá, mamá y niño, sino las estructuras. Luego empezaron a romperse las parejas, todavía no existía el divorcio, pero se iba creando una realidad social distinta dentro de la propia convivencia. Pero era importante dar fuerza al núcleo familiar, y que ese núcleo pudiese ser protagonista en el libro.
Era el momento en que se estaban creando asociaciones profesionales distintas, entre ellas la Asociación Catalana de Ilustradores. Yo me había hecho amigo de ilustradores y dijimos: “vamos a buscar un libro que no sea sólo intelectual, que tenga imágenes”. ¿Qué imágenes? Las que elaboraran los ilustradores. Ellos son casi invisibles, porque nadie los ve como asociación y como profesionales, pues siempre trabajan en su casa. Igual tienen interés en darse a conocer como grupo profesional. Entonces coincidimos con estos elementos que son, desde la librería, transformar el concepto de libro, dar voz a la sociedad, a la comunidad, que los autores no sean los consagrados, que sea el pueblo, que puedan tener una actuación que esté a la vista como grupo, como su trabajo. Ellos siempre están trabajando en sus talleres, en sus casas, en sus estudios. Los colocamos en un sitio completamente distinto. La calle.
Donde pasaban coches, pedimos permiso para que se cierre. Ocupamos ese suelo con la gente. ¿La gente haciendo qué? Nada, sentada, hablando, estando allá. Nos acordamos de la sensación de confort que proporcionan los pajares en la cultura rural. En los alrededores de Mataró se cultiva trigo, que se separa y quedan los paquetes de paja. Y así trabajamos varias cosas a la vez. Hicimos que el suelo fuera distinto. Recuperamos la memoria de sensaciones, esa memoria ancestral del recuerdo de una sociedad rural. Además tiene olor, polvo, se percibía un olor distinto. También pusimos colores. ¿Para qué? Para que al moverse, sugieran el movimiento de los colores que luego se iban a poner en las propias ilustraciones. Y envolvimos todo con música.
Conseguimos una estructura muy barata, muy versátil, que podía ser montada y desmontada fácilmente. Entonces creamos esa burbuja de colores y sonido. El sonido es muy importante. Se coloca de tal manera que quede envuelto todo ese espacio. Y que sea un sonido muy suave, que no trabaje desde la orden y el ruido sino desde la invitación. Usamos una música new age, que permitía un estar. No era música conocida, bailable, sino una música hacia adentro, que permitía conectarse con la música interna de cada uno. Eso fue lo que repetimos y funcionó. Funcionó para los ilustradores, porque para ellos era una manera de sentir que su oficio podía mostrarse y a la vez se enriquecía con la experiencia del momento.
Quien ilustra es el profesional. ¿Por qué? Porque él muestra su trabajo. Porque es la manera de establecer la relación entre la palabra y el dibujo. Porque él crea y entrega, pero recibe un contacto de la familia, del padre, el niño, porque la persona en el momento de ese proceso, está abierta para entregar todo de sí, porque lo más difícil es mostrarse, porque tiene miedo de hacer el ridículo, de que lo juzguen. En la fiesta de la creación del libro gigante no hay ni bien ni mal. No buscamos ortografía correcta. Desde el hacer, todo está bien. Porque vamos a entregar lo que somos. No es lo importante el libro, sino el hecho comunicativo del momento. Nos dimos cuenta de que el libro tenía fuerza por la memoria que suscitaba a las personas que al año siguiente volvían para ver cómo eran autores de un libro. Y al cabo de veinte años, venían con sus hijos y les mostraban lo que ellos habían hecho cuando eran niños. Esto era lo que le daba mucha fuerza. Recuperar la memoria. Pero no la memoria de las cosas que suceden, sino la memoria personal de uno, que está allá y que es un acto colectivo. Y está al lado de un artista, algunos están muertos ya, pero ahí hay obra suya. ¿Y de quién es? De nadie. ¿Quién lo guarda? Lo guardábamos en la librería, porque era quien lo había suscitado.
¿Cómo fue la experiencia del libro gigante en la Argentina?
Es un espacio nuevo, en el cual esa historia de 30 años no está. Lo que se podía trasladar –y es lo que aprendimos en Cali, en Cartagena de Indias, en Bogotá– es que hay que cuidar esos elementos básicos, que habíamos podido identificar muy bien, que eran el protagonismo de los ilustradores, y que los autores fuesen el público en general, niños y adultos. El adulto no tiene mucha ocasión de escribir. Acompaña al niño, y se le abre la posibilidad de jugar. Tenía que quedar claro el espacio, el espacio que pudiese armarse en el tiempo necesario y desarmarse rápidamente. Tiene que ser en un espacio público donde eso no sea habitual, y en un momento se puede romper, puede explotar y desaparecer todo, y quedar igual. Esto de la sorpresa es algo que nos dimos cuenta que tenía mucha fuerza. La sorpresa de aparecer y desaparecer. El juego, y jugar con materiales lo más básicos posibles, no sofisticados, al contrario. Cuidar mucho la música y la voz de la invitación. No dar órdenes. Invitar desde el silencio a que cada uno participe su capacidad, y que todo está bien. No hay juicio de valor. La letra es la que es. Y por lo tanto ese valor no está en el resultado final del libro, sino en la experiencia que hay en el momento en que se produce la creación. Eso se podía trasladar.
Acá hay una base muy concreta. No puede ser una fiesta para vender cosas. Es una fiesta en que la base es la palabra. Por lo tanto, Casa de Letras era un lugar que podía acogerlo. El material y todo es difícil trasladarlo desde España a Buenos Aires. Entonces se trata de que haya alguien que lo conozca bien y que lo implemente. Pero la lengua es la misma. La sensibilidad es parecida. El deseo está ahí. ¿Qué cambia? Cambia la realidad social. Pero si el mecanismo del libro funcionaba en una realidad social española, también podía funcionar en otra. Y los elementos, se trata de adaptarlos. En Cartagena de Indias no había paja, por ejemplo, y se hizo con alfombras atadas.
¿Qué cambió de esa idea en estos años?
No sólo las ideas llevan a cambiar el mundo. Son las personas. Hemos visto en la práctica de esos casi 40 años compañeros que siempre han luchado para cambiar las cosas, pero cuando las han tenido en la mano, las rencillas, el poco manejo de las propias pasiones, ha destrozado eso que eran ideas, y han quedado sólo como ideas. En aquel momento sí pensábamos que las ideas solas podían cambiar las cosas. La práctica nos ha dicho que es más complicado, que uno ha de estar yendo hacia adentro.
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