Por Hugo Correa Luna*
Me gustan los cuadros narrativos. Por eso mismo, me gusta El jockey perdido –en especial el 2– de Magritte. Es una figura monocromática, otoñal, tal vez con una nota de tristeza. El jockey corre de derecha a izquierda, contrariando el hábito de la lectura. Una impertinencia.
El título nos indica que ya dejó atrás la cancha, que tal vez la carrera ha concluido hace rato. El jockey, no obstante, parece no saberlo: está lanzado a todo galope, fustigando a su montado como si se tratara de la arremetida final, en medio de un paisaje hierático, de una simetría fría, compuesta del mismo árbol desolado y plano que se repite sin más variantes que las del tamaño y color, dadas por la perspectiva.
Hay, entonces, un enorme contraste entre ese paisaje y el jinete con su caballo: una ominosa inmovilidad, por un lado; una empeñada energía, por otro. Como si fueran dos mundos superpuestos. Otra impertinencia. Cada uno, paisaje y jinete, están en su propio universo e ignoran la presencia del otro. La mirada y el título son los que le dan unidad. Se trata, pues, de un narrador omnisciente: él, ese narrador, es quien nos dice que el jockey está perdido. El resto, el contexto, el antes y el después que reclama la imagen queda en la “cooperación del lector” –Eco dixit–: el antes está en la tribuna, en los otros corredores, en los gritos. ¿El después?
Tal vez la respuesta a ese después esté en Kafka, que murió para que no pudiera reclamársele un final a El castillo porque su relato no podía tener ningún final más que el fracaso en los intentos del agrimensor, ni siquiera podía armarse una escena final que, probablemente, repetiría los anteriores fracasos, porque siendo última estaría sujeta a demasiados simbolismos, a innumerables tentaciones. La razón de ser de El castillo, es decir su perfección, está en ser necesariamente inconclusa. Lograr eso, sin morirse como condición, es un desafío narrativo enorme.
La imagen –en este caso, la pintura de Magritte– es el formato que conviene a esa inconclusividad. El después del jockey queda suspendido en el tiempo. No podemos imaginar que vaya a llegar a ninguna meta, que se detenga por algún motivo, que se dé cuenta de su desatino, o de su destino. Seguirá y seguirá, hundiendo al espectador en una metafísica de la angustia, en la última de las narrativas posibles, en la paradoja entre el instante y la eternidad.
Las dos impertinencias antes señaladas funcionan como el “pero” de la narración literaria. La primera –la dirección contraria a la de la lectura– impide que lo acompañemos y hace que lo perdamos rápidamente. La segunda –dos mundos incompatibles– nos aloja en la angustia existencial, en la amenaza –o peor: en la casi certeza– de que nuestro entorno, aquello que nos es familiar, deje de serlo o nunca lo haya sido. De esto, el jockey no se da cuenta, pero no se da cuenta para que nosotros nos demos cuenta.
*Publicado originalmente en Escritores del mundo.