Por Mónica Sifrim
Cuando veía bien sin anteojos me alcanzaba con rotar el cuello para espiar lo que leían mis circunstanciales compañeros de colectivo o subte. Ahora tengo que inclinar el torso hacia un costado, forzando los lumbares. Sin una adecuada ejercitación de, por los menos, tres veces por semana, el movimiento puede derivar en lumbago, esa dolorosa contracción de los músculos que, a cambio, proporciona un motivo suficiente para no ir a trabajar y quedarse leyendo en la cama, deliciosamente amortiguado por la almohadilla eléctrica. Porque ¿quién sería capaz de reprochar la ausencia a alguien que simplemente no puede levantarse sin aullar de dolor?
Más complicado es escuchar en bares y confiterías la conversación de los vecinos, si no se han elongado previamente los músculos gemelos. Es que, a fin de acercar los oídos a la mesa donde, por ejemplo, una joven pareja se pelea acaloradamente, nuestra silla debe quedar apoyada sobre las patas traseras, las anteriores se levantan en el aire y todo el peso cae sobre la puntita de los pies en un arduo equilibrio. Mientras tanto, hay que sonreír al interlocutor de turno, mirándolo a los ojos, para que no sospeche que nuestra atención se ha desviado definitivamente. No es fácil coordinar tantos esfuerzos.
Y voy llegando al centro de mis desvelos: la vida literaria en Argentina nos somete a ofensas, privaciones y arbitrariedades que solo puede soportar un organismo sólido.
Por tales razones, queridos escritores consagrados y escritores en ciernes, en general afectos a la vida sedentaria y a la buena mesa, concurran al gimnasio asiduamente. La literatura solicita constancia, fortaleza y elasticidad.