Por Hugo Correa Luna
Un grupo de personas consigue el mapa para llegar a un tesoro, compra un barco, viaja hasta el lugar y se hace de ese tesoro. La narración a la que me refiero es, visiblemente, La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, quizás una de las mejores novelas que ha dado Occidente. Sabemos muy bien que, entre ese “viaja hasta el lugar” y el consecuente “se hace del tesoro”, pasan un montón de cosas, se abren pequeños incidentes internos que reclaman su solución: pruebas que deben enfrentar los protagonistas, siempre relacionadas con el objetivo final.
En un género simple como el de la telenovela también observamos esto: el primer capítulo se da en abril, y recién en octubre el galán y la muchachita alcanzarán su primer beso, entre tanto varias veces habrán estado a punto de eso y algo lo habrá dificultado.
Es un recurso extremado en el folletín, a tal punto que entre el propósito o el conflicto inicial suelen abrirse diversos conflictos subsidiarios de personajes menos importantes, pero que se someten a la vez a sus correspondientes postergaciones: una estructura exasperantemente adictiva que consiste, entonces, en que una historia desplaza la resolución de otra y así hasta que todas confluyen.
¿Todo esto por qué? Por la simple necesidad de captar al lector/espectador, vender más diarios o vender más avisos, gracias a un público cautivo.
Es que tanto la narrativa como el comercio explotan un mecanismo en común: el deseo.
Dejando de lado vicios del capitalismo, lo que ocurre es que si entre el conflicto y su solución no mediara ninguna frase –como enunciamos antes para la novela de Stevenson–, no habría ocasión para la curiosidad y ya todo estaría resuelto. Se trata así de tiempo –siempre en la narrativa se trata de tiempo, es su experiencia lo que nos ofrece–, tiempo para que el conflicto encarne en el lector, lo envuelva, se haga suyo, una cuestión personal. El novelista tira de la piola de la postergación y lo hace con un timing, en la medida justa de modo que esa postergación alcance el punto anterior a que de la impaciencia se pase al hartazgo.
Entonces, se trata de tiempo y de tempo.
Pero ¿qué pasa con el cuento?
(Continuará)