Por Cynthia Rimsky
Julio Verne en el siglo 19 escribió las aventuras que soñamos tener y sus libros afiebraron nuestra infancia con la posibilidad de que exista lo desconocido. Los protagonistas De la Tierra a la Luna, Viaje al centro de la Tierra, 20.000 leguas de viaje submarino, La vuelta al mundo en 80 días, indagaron en lo que hay de misterioso en el espacio, en lo profundo de la tierra y del mar, en los recónditos vasos del alma humana. La posibilidad de encontrar otras formas de vidas, otros mundos, nos hizo latir el corazón de miedo y placer bajo las sábanas mientras nuestros padres dormían en el cuarto contiguo.
Hace algunos años en un festival de documentales al aire libre frente al Museo de Arte Contemporáneo proyectaron Mi Julio Verne (2005) de Patricio Guzmán. El documentalista parte diciendo que durante su infancia Verne le hizo ver que había algo más ilimitado y misterioso que el camino entre la casa y la escuela. Guzmán siguió con la cámara a los exploradores que hoy hacen los mismos viajes que el escritor imaginó hace un siglo; un astronauta que vivió 6 meses en el espacio, un piloto de globos aerostáticos, una mujer que cruzó a pie la Antártica, un científico que bajó a las profundidades de la tierra. Fue increíble ver cómo los espectadores volvían a gozar con la posibilidad de lo desconocido.
Hace unas semanas me enteré que en el océano en el que dos siglos atrás Verne situó al capitán Nemo y al pulpo gigantesco y en el que poco después, Herman Melville puso al capitán Ahab y a Moby Dick, la ballena blanca, los científicos han descubierto una “gran mancha de basura”, tan grande que se habla de un nuevo “continente” de plástico y poliestireno, que abarca miles de kilómetros de ancho y hasta 100 metros de profundidad, una dimensión como la del estado de Texas.
Para los científicos es un misterio cómo funciona la mancha de basura en el océano. Mientras realizan experimentos sobre la base de muestras y computadoras, un marinero, Ivan Macfayden, cruzó los océanos de Australia, Osaka, Japón, Nueva Guinea y Estados Unidos, y lo que vio está más cerca del horror que del misterio.
“El viento todavía azotaba las velas y chiflaba en las escotas. Las olas aún rompían contra el casco de fibra de vidrio. Y había muchos otros sonidos… Pero lo que faltaba eran los alaridos de los pájaros que, en viajes previos, habían rodeado al barco. Los pájaros faltaban porque los peces faltaban… Durante 28 días pescamos dos. Solo la desolación del océano rodeó nuestro barco mientras recorríamos un mar fantasma”.
Al norte del ecuador, arriba de Nueva Guinea, vieron un gran barco pesquero trabajando en un arrecife a la distancia. “Estuvo ahí toda la noche y todo el día. En la mañana nos dimos cuenta que habían mandado un bote de motor hacia nuestro barco. Los malayos nos ofrecieron cinco bolsas de azúcar llenas de pescado bueno, grande, de todos los tipos. Algunos estaban frescos, pero algunos habían estado en el sol por algún tiempo. Les dijimos que no podíamos comer todo ese pescado. Se encogieron de hombros y dijeron que los tiráramos por la borda, que iban a hacerlo de todas maneras porque ellos sólo estaban interesados en el atún y todo lo demás era basura”.
“Cuando dejamos Japón, sentimos como si el mar estuviera muerto. Casi no vimos cosas vivas, solo una ballena que daba vueltas en la superficie con lo que parecía un gran tumor en su cabeza. En mi vida he recorrido muchas millas en el océano y estoy acostumbrado a ver tortugas, delfines, tiburones y grandes parvadas de aves de caza. Pero esta vez, durante 3 mil millas náuticas no había nada vivo que ver. En lugar de vida había basura en volúmenes impresionantes. Parte de ello era el debris del tsunami que atacó a Japón hace un par de años. La ola levantó una cantidad inconcebible de cosas y las llevó al mar. Y ahí siguen, en todas partes a donde volteas. Era como velear en un pozo de basura”.
Cuando volvió a su casa, el marinero dijo a sus amigos: “el océano está roto”. Y junto con el agujero se van para siempre los misterios de la infancia.