Por Hugo Correa Luna
La dispersión (¿Por qué no bailáis?)
Si estamos de acuerdo en que la propia mecánica del cuento exige cierta concentración de su tema, como ocurre en el relato de Liliana Heker, también es cierto que la variedad de los caminos para lograrla y al mismo tiempo envolver al lector es enorme –tanta quizá como cuentos existen– y por ejemplo en Raymond Carver nos encontramos con algo bien distinto. Es decir: no existen recetas, claro: seguramente en el abanico que tiene un extremo en “Contestador automático” y otro en “Plumas” hay toda clase de matices.
En “Plumas”, una pareja ha sido invitada a cenar a casa de un compañero de trabajo de él, el narrador. A su esposa, Fran, nos la muestra hostil a esa cena en casa de Bud.
Mientras el narrador y personaje nos van pintando la reunión con datos que apuntan a darle la razón a Fran y nos provocan incomodidad –la rareza levemente siniestra de Bud y Olla, un bebé feísimo, la inquietante presencia de Joey–, el narrador proclama su entera comodidad –Aquella noche en casa de Bud y Olla fue algo muy especial. Comprendí que era especial. Aquella noche me sentí a gusto con casi todo lo que había hecho en la vida. No podía esperar a estar a solas con Fran para hablarle de cómo me sentía. Aquella noche formulé un deseo. Sentado a la mesa, cerré los ojos un momento y pensé mucho. Lo que deseaba era no olvidar nunca, o dejar escapar, de algún modo, aquella noche. Ése es uno de los deseos míos que se han realizado–; pero también Fran parece conciliada con la escena. Incluso, cuando vuelven a casa, parecen dispuestos a tener un hijo, pese a ese bebé horrible y a que al principio se afirmó: Pero niños no queríamos. No teníamos niños por la sencilla razón de que no queríamos tenerlos.
La larga escena central, que es la conversación entre las dos parejas tiende, de manera realista, a lo ocasional, a lo derivativo de cualquier charla así. La única concentración –si buscamos algo parecido a lo que vimos en el cuento de Heker– reside en el hecho de mantener la unidad de lugar, pero lo que ocurre en ella parece evitar toda tensión. Pero, es claro, los personajes se sienten cómodos donde nosotros no nos sentiríamos cómodos; Fran, por su lado, debilita el único conflicto que prometía el relato.
¿Qué hizo aquí, Carver?
En primer lugar, como decíamos, anunciar conflicto y anularlo y, en segundo, con esa maniobra nos traslada el conflicto a nosotros que esperamos su aparición. Esa espera es la técnica con la que nos involucra: postergar, postergar y contradecir.
Por supuesto, no lo hace con cualquier cosa, sino con circunstancias que tienen la semilla de lo siniestro. Así, en esta dilación, Carver –como en muchos de sus cuentos– parece “espolvorear” sus historias “triviales” con un polvillo inquietante, que es pequeños núcleos de tensión distribuidos aquí y allá, sin la menor explicación. Por ese medio, el relato, más que anudarse en un momento único, un clímax de tensión, toma la apariencia de una superficie apacible y al mismo tiempo inquietante: algo está pasando debajo, de lo que no tenemos noticia.
No pocas consecuencias aparecen detrás de la “economía del cuento” que implican un manejo peculiar de las características de la narración en general. La que ahora vislumbro tiene que ver con la verosimilitud, la buena y querida verosimilitud aristotélica y su compañera la peripecia.
(Continuará)