Por Sebastián Robles
Los ojos de la escritura
Hay una discusión que ya es una especie de clásico en Casa de Letras, entre José Brindisi y yo. A mí me gusta ir descubriendo la novela. Verla con los ojos de la escritura. Parto mucho de la voz. No puedo armar una historia y después ver qué voz le pongo. Aunque La pura realidad de algún modo fue así. Yo había escrito un cuento en el 91, en una época en que no me salía nada. Me puse a hacer una serie de ejercicios que eran “cuentos al estilo de”. Al estilo de Carver, Chejov, Cortázar. Por lo menos para seguir escribiendo. Y ahí apareció uno que se llamaba “Noticias de George”, que estaba basado en Carver. Era un intento de jugar con su voz. Me encantó cómo quedó, pero era muy Carver. Entonces la idea me quedó años dando vueltas. Cómo escribirla, qué voz darle. Y en el 2002 apareció la voz, leyendo a Aira, que es un escritor que me lleva mucho a la escritura. Una vez que apareció eso, la escribí en un mes, porque ya había encontrado la voz. Por supuesto después estuve mucho tiempo corrigiéndola. La publicó Losada en 2007.
Los temas
Una cosa que a mí me gusta hacer es mostrarles a los alumnos de qué hablan sus textos, porque es una forma de ponerlos en contacto con sus propios temas. Y eso es muy importante. Borges se preguntaba cuántos temas podía tener uno. Son tres o cuatro, de los que uno habla obsesivamente.
A mí me interesan las relaciones de poder entre las personas. Y por supuesto, en general, las relaciones humanas. Ese modo de evaluar algo de la gente, que muchas veces no actúa en consecuencia. Piensa una cosa y hace otra. Eso me interesa mucho. También me interesa mucho el tema de lo inconcluso. Todavía no sé cómo trabajarlo. Cada nueva escuela se postula como el verdadero realismo. “Las cosas son así y no como las dice Fulano”, porque eso ya se volvió un estereotipo. Balzac pinta de un modo más social el mundo, frente a Stendhal que lo pinta de un modo más individualista. O Proust, que se mete en el interior de cada uno. A mí lo que me interesa de lo inconcluso tiene que ver con ese fantasma del realismo, y es que las cosas nunca son inconclusas. Nada más artificioso que la novela policial de enigma. Hay un mundo cerrado, un asesinato, viene alguien, lo soluciona y aquí no ha pasado nada. Se restaura el mundo burgués. Contra eso sale la novela negra, que lleva el crimen a la calle. Raymond Chandler también trabaja lo inconcluso. En El sueño eterno hay una matanza tras otra. William Faulkner, que hizo el guión para la adaptación cinematográfica, le preguntó una vez quién había matado a uno de los personajes. La respuesta de Chandler fue: “Qué sé yo”.
El sentido de un final
Una cosa es decidir el final. Y otra cosa es no terminar. Ese “no terminar” es lo que a mí me interesa. Si Kafka hubiera puesto la palabra “fin” en El Castillo, de alguna manera eso hubiera quedado como algo simbólico. Así, en cambio, todavía nos estamos preguntando cómo la hubiera terminado. Y eso es lo que me gusta: que no tiene respuesta, y seguramente es la que todos se dan: hubiera seguido intentando ir al castillo. Hay un académico inglés, Frank Kermode, que tiene un libro que se llama El sentido de un final. Él dice: “cómo no va a ser tan importante el final en una cultura cuyo libro mayor empieza con el principio de los tiempos, el Génesis, y termina con el Apocalipsis.” Todo es convención. Y además en esta cosa más interactiva que hay hoy con lo literario, en el sentido de no darle todo masticado al lector, de lo cual fue una avanzada lúdica Elige tu propia aventura. Por qué no dejar la historia abierta y que cada uno se imagine su final.
Las novelas
He escrito novelas de finales. No es que no pueda hacer finales. Me parece una decisión más bien estética. En los años 70 había un cantor de protesta que grabó un tema que se llama: “Para que no digan que no hablé de las flores”. Así que también puedo escribir de las flores.
Las novelas que tengo terminadas son El azar absoluto, El enigma de Herbert Hjortsberg, El ciclo de Krebs, Los árboles, El buen sentido, Demorado amor, La pura realidad. A una la estoy reescribiendo.
Publico poco porque no sé tratar con los editores. A mí me lleva mucho tiempo una novela. Dos, tres años. Más también. Y acá, si uno no publica seguido, cada vez es la primera vez, porque desaparece de la resonancia editorial.
Yo no escribo novelas en un año. En primer lugar, porque no tengo tiempo. Pero además, porque no me interesa.
Los juegos del hambre
Hace poco terminé de leer Los juegos del hambre. Me gustó mucho. El otro día una chica en Casa de Letras me preguntaba: “¿por qué dicen que es para adolescentes?”. Es muy dura la novela. Son personajes adolescentes en una situación épica, en un mundo futuro de opresión. Yo creo que ese tipo de construcción de mundo, de la ciencia ficción distópica, entra muy bien en los jóvenes, entonces la vendieron como novela para adolescentes. Pero es de una amargura feroz. La chica me decía: “¿la vendieron para jóvenes porque los personajes son adolescentes, porque no hay sexo en la novela?”. Probablemente sea por eso. El hecho de que no tenga sexo la hace más dura todavía, porque ni eso tiene. Ni una sonrisa.
La saga
La primera vez que encaré algo cercano a la ciencia ficción fue en 2002, cuando empecé una saga que todavía estoy escribiendo. Yo estaba preparando a mi hija mayor, que en ese momento tenía 5 o 6 años, contándole cuentos de los hobbies, de El señor de los anillos, para ir sensibilizándola. Tenía que inventar historias, que se fueron independizando de a poco, y se armó otra cosa. Después pensé: “¿por qué desde acá escribir de duendes y esas cosas?”. Entonces dije: “vamos a poner algo que tenga que ver con acá”. Así que inventé una especie de mundo preincaico, que en realidad de preincaico tiene cierto remedo de los sonidos en los nombres, nada más, porque no me puse a investigar nada, el territorio es más o menos parecido a Sudamérica.
Había algo que a mí no me cerraba de la ciencia ficción, aunque algunos lo hicieron en cierta forma. Siempre el extraterrestre, la criatura extraña, estaban para ser eso: criaturas extrañas. Como si dijéramos: “Superman no va al baño ni se pasa panza arriba los domingos mirando fútbol”. Yo quería ese costado de los seres extraños. Entonces empecé a imaginar una cultura. Y por supuesto me fui a otro lado, a la épica. Ahí empezó a proliferar. Yo dejaba que se armara, hay muchos personajes. Los cuatro o cinco primeros capítulos son de ir presentando personajes.
Me gusta mucho eso de armar el mundo. Cuando uno empieza a escribir, el mundo es ancho. Pero la historia tiene su lógica, entonces se va cerrando. Y a mí esa cerrazón no me convence tanto. Me gusta abrir y abrir. Es complicado cerrar después, pero se puede.
La saga se llama Los cinco peines de plata. Está compuesta por cuatro libros, cada uno con siete capítulos: La amenaza, Las Fiestas Lustrales, La espera y el cuarto no tiene título todavía. Ya tengo más o menos definido hacia dónde va.
No me gusta narrar de un modo en que yo diga lo que pasó en tres meses. Prefiero narrar un episodio. Pero no me voy a tomar diez capítulos para narrar cosas que pasaron en tres meses. Entonces hay algo que tengo que resolver ahí. Si no, va a ser interminable.
Borges
Conocí a Borges porque Grillo Della Paolera, con quien empecé a coordinar talleres literarios, era amigo de él. Se juntaban cada tanto a charlar. Y como hablaban mucho de los talleres, él me nombraba. Borges era curioso, preguntaba “quién es ese muchacho”. En esa época yo estaba leyendo mucho a Góngora. Un día me llama Grillo y me dice: “Hugo, estoy acá con Borges. Estamos tratando de acordarnos de un verso de Góngora que habla del toro y el pelo, y Borges dice que vos debés saber cuál es”.
Cuando dijo eso, yo pensé “paren las rotativas, listo, concluyo acá”. Entonces le dije que el verso era “el sol, todos los rayos de su pelo”, en referencia a Zeus en forma de toro. Grillo lo repitió en voz alta y entonces escuché la voz de Borges diciendo: “El sol, todos los rayos de su pelo. Parece un aviso de champú”.