Por Anahí Flores (publicado originalmente en www.ojoseco.cl)
Alfaguara reeditó, en 2013, tres libros de 1950 de Julio Cortázar (1914-1984), pero que fueron editados póstumamente. Recuerdan a Rayuela, por lo que el lector ya está avisado: si disfrutó Rayuela, puede embarcarse en estas lecturas, al hilo.
Una de ellas es Divertimento, de aparecen varias artes mezcladas: un pintor, un poeta que recita los versos que se le ocurren y su hermana, que tiene la extraña responsabilidad de transcribirlos en el acto para que no se pierdan, y un gato con nombre de conservatorio de música. Todo el tiempo hay algún personaje despierto, no importa la hora que sea: da la impresión de que no descansan. El narrador, al que se conoce como Insecto —alter ego de Cortázar—, nos lleva a caminar por Buenos Aires en busca de una casa que Renato (el artista) pintó sin conocer y que inquieta a todos los que forman parte del Vive como puedas, especie de club improvisado en el taller-casa del pintor. Hay una dupla, bastante grotesca, de un médium y un fantasma que prácticamente vive con él: Eufemia. A lo largo del libro aparecen tres cuentos cortos (cuentos muy cortazarianos) que tienen como supuesto autor a Insecto, y varios poemas. Se siente el olor de Rayuela en estas páginas con aire bohemio.
Diario de Andrés Fava, en tanto, es la bitácora de vida de uno de los protagonistas de El examen, pero se puede leer por separado. Si bien algunos detalles remiten a otra historia
(“Es mediodía, acabo de hablar por teléfono con Clara que me buscaba para un concierto” (p. 103)), no pasan de ser detalles. La mayor parte del diario son anotaciones, reflexiones que bien podrían ser personales del propio autor. Es de esos libros que se leen con lápiz en mano para subrayar frases (“La tierna idiotez de algunas frases” (p. 8)) y hacer anotaciones al margen. Abundan los comentarios sobre el oficio de escritor: “En los grandes poetas, las palabras no llevan consigo el pensamiento; son el pensamiento”; sensoriales: “…que la prosa fuera como el oleaje” (p. 47), o concretas y sutiles a la vez: “Ésta es una mano, ésta es una hoja de papel. Pasa a través de mí como una luz de un vitral: hazte palabra, sé aquí” (p. 49). No falta la presencia de la música: “…la mano del pianista es cada vez más del piano y cada vez menos del hombre” (p. 43). Hay ideas para quien quiera escribir (una antología de epígrafes que den pie a la escritura de textos) y el boceto inesperado de Continuidad de los parques (sólo la idea, garabateada, como una anotación personal en un diario que, al fin y al cabo, es lo que este libro es).
Por último, en El examen, la voz narrativa se mezcla con las noticias de una radio, una canción que alguien pasa cantando por la calle, el sueño de alguno de los personajes o un poema que acaban de escribir. Lejos de interrumpir, estas intervenciones se cuelan en la narración como lo harían en la vida. Además dan al texto un aire de improvisación, como en el jazz.
El lector entra al libro el día antes de un examen universitario. A medida que avanza en las páginas, los personajes –que no paran– van teniendo cada vez más sueño: en vez de irse a dormir, salen a andar por Buenos Aires en una noche de neblina. Mirar a través de esa neblina (todo es borroso y confuso) es una forma de estar, sin poder ver las cosas directamente. Una coliflor que llevan en una bolsa se vuelve casi un personaje o una mascota; un viejo conocido los sigue, o ellos creen que los sigue. Todo tiene un aire fantasmagórico. Como en otras novelas de Cortázar, a los personajes les gusta caminar. No sería raro que se cruzaran, por ahí, con la Maga o con Horacio. Van por una Buenos Aires con tranvías y heladeras a querosene, claramente de otra época. El examen está próximo, como un objetivo o un destino al que se acercan cada vez más cansados y con extrañeza por las cosas que pasan. Sospechan hasta de la niebla. Hongos repugnantes brotan de la humedad; proliferan los bichos y hace tanto calor que dan ganas de encender el ventilador.