Por Cynthia Rimsky
Foto: Gentileza María Aramburú
A la medianoche del 31 de diciembre salgo al balcón para mirar los fuegos artificiales y me encuentro con la estampida de palomas y murciélagos que duermen en las oquedades de los tejados y que huyen despavoridas de las explosiones. Por la calle se acercan cuatro adultos y un niño con mochilas y maletas. Supongo que caminarán la tradicional vuelta a la manzana para que el 2014 les depare muchos viajes, pero las tradiciones también se han virtualizado y, en vez de a la manzana, dan una alrededor de sí mismos, mientras uno de ellos los filma con un teléfon para subirlo a la web, donde los amigos virtuales verán en un lugar de esta o de otra ciudad a una desconocida que da vueltas sobre si misma empujando una maleta con ruedas. Solo cuando el tercer adulto abre el portaequipajes del auto estacionado junto a la vereda, comprendo que han decidido aprovechar los primeros minutos del nuevo año para comenzar sus vacaciones, y me dan deseos de partir con ellos.
Al otro día viaja una amiga que tiene una particular forma de pasar sus vacaciones en Mar del Plata. “En un bolso echo un par de mudas y lleno la maleta de libros; no pongo un pie en la calle en todo el mes”.
A la semana siguiente me tocó viajar a una casa que me prestaron en Mar del Sud y que tiene una pequeña biblioteca de volúmenes olvidados por los dueños y sus invitados, entre estos, La liebre de César Aira. El escritor argentino dice estar entre los seguidores de las novelas de aventuras y, especialmente, de Sandokán. Nunca leí la saga, aunque estaba en el cuarto de mi novio, en casa de sus padres, sobre un estante que sobresalía del muro junto a la cama. Algunos volúmenes debí hojear mientras comíamos un jugoso sándwich de carne mechada en marraqueta que la madre de mi novio nos traía para que recuperáramos la energía que nos consumían los estudios universitarios.
Empecé el primer día a leer La liebre. Había planeado salir a reconocer el terreno, probar la temperatura del agua, caminar hasta la Virgen, no hice más que leer. Miento, me obligué a parar para demorar el final. Monté en la bicicleta y fui al pueblo a comprar vacío para el asado. A mitad de camino había un riachuelo y, más allá, un bosquecillo con una palmera que me evocó el lugar donde había dejado a Clarke, reponiéndose de una desopilante aventura en el toldo de uno de los capitanejos que le salió al encuentro en el camino, porque ni bien salía al camino, a Clarke se le presentaba una aventura y, naturalista como era, no le hacía el quite.
A partir de esa primera salida, ya no tuve problemas para conciliar la lectura de las aventuras de Clarke y mis caminatas. Mar del Sud, en la costa de la provincia de Buenos Aires, está a 354 kilómetros de Coronel Pringles, donde nació Aira y donde alguna aventura del libro debió transcurrir. A pesar de que está ambientado en 1800, cuando era territorio de los indios ranqueles, y el paisaje ha cambiado mucho con la agricultura, en mis paseos me pareció o imaginé reconocer un pájaro, una nube, un insecto, la neblina, el ocaso y el viento hicieron que en casa cayéramos en una actitud contemplativa y crecientemente melancólica, como las de los indios rangeles en 1800, inventados por un escritor que parece saltarse todas las convenciones históricas y literarias, al punto de que es posible encontrar a un indio con un teléfono móvil, porque no interesa lo real o lo ficticio sino lo vívido.
El día anterior a la partida salgo en bicicleta en dirección al campo por un ancho camino de tierra que se interna en la Pampa. El calor de la tarde comenzó a amainar y los pájaros bajaron a beber entre juncos. Equilibrándose en los juncos entreví dos figuras negras. Algo desconocido las hizo levantar el vuelo y de ambas orillas del camino surgieron cientos, miles, millones de garzas negras que volaron en el horizonte abierto de la Pampa. Comencé a pedalear y como eran tantas, no tuve necesidad de correr para alcanzarlas. Hasta que desaparecieron. Eso que parece fantástico, la lectura de La liebre lo hizo ocurrir.