Por Edgardo Scott
Conocí a Ricardo Romero en Alejandría, en 2005. Al poco tiempo leí su primera novela, Ninguna parte (una primera novela que ya posee varias de las insistencias de Romero: el paisaje como protagonista, por ejemplo; el lugar como topología decisiva de la trama y los personajes). Después, recuerdo como si fuera hoy la presentación en Bartolomeo (donde hacíamos entonces Alejandría) de su notable libro de cuentos Tantas noches como sean necesarias. De aquel libro son para mí imborrables El basquetbolista –un cuento con el que siempre fantaseé alguien podría hacer un corto excelente- y el cuento que cierra el volumen, donde tres payasos esperan el 33 en Dock sud durante una madrugada que podría ser infinita.
Con El spleen de los muertos, Romero concluye la trilogía fantástica (o tictología, como bromea su autor) que había empezado con El síndrome de Rasputín y seguido con Los bailarines del fin del mundo. Siempre entendí que el gran tema de esta serie –y otro de los temas recurrentes de Romero- es la amistad. Romero encara la representación de la amistad desde una perspectiva a la vez clásica y contemporánea. Clásica porque pone a los tres amigos, Muishkin, Maglier y Abelev (guiño a los mosqueteros de Dumas) en una novela de aventuras. Las novelas de aventuras, herederas de la épica, son novelas donde los personajes se transforman después de una serie de experiencias peligrosas y desconocidas. En El spleen de los muertos, los tres amigos deben enfrentar varios peligros en una Buenos Aires post-apocalíptica. Pero también esa amistad es contemporánea porque más allá de las peripecias de la trama, los personajes no son tanto héroes o superhéroes sino antihéroes; hombres jóvenes, románticos y tullidos, que apenas pueden sobrevivir y cuyo mayor capital es su amistad; que su amistad permanezca íntegra (pero no inmune) en ese mundo abyecto y abandonado por el Profesor Lawrence y Santolaya (¿los malos?) a la narcótica e inercial melancolía.
Recuerdo que hace varios años también conversábamos con Romero en el patio de la vieja sede de Gárgola en San Telmo, en el viejo hotel de la calle Balcarce, y que cada uno representaba con demasiada elocuencia, distintas escuelas o tradiciones literarias. Yo bogaba por la novela de ideas y él decía preferir la de personajes. Es más, creo que era él quien había introducido la distinción. Como suele ocurrir con ese tipo de declaraciones estéticas (pero finalmente discursivas) uno suele rechazar y despegarse con vehemencia de lo que en verdad más lo identifica. Algunos años y algunos libros demostraron al menos entre nosotros, entre esos dos que discutían, la paradoja: Romero me hace notar alguno de mis personajes y yo me encuentro una vez más escribiendo sobre las ideas de las que sus argumentos, personajes y narradores son efecto.
Laiseca, Castillo, Bolaño, Marcelo Cohen, Bioy (la carta-manifiesto del final, del Profesor Lawrence, me recordó las indicaciones de Castel en Plan de evasión), pero también David Lynch y Tim Burton y Christoper Nolan son algunas de las referencias con y contra las que Romero construye su ficción. Sin embargo, no es en los precedentes donde debe buscarse el objeto, el corazón de la trilogía. “La gente que no siente nada tiene una idea jurídica de la literatura: cree que los precedentes justifican todo”, dice Borges en la entrada del 5 de julio de 1959, en el gran libro de Bioy. Algo no tan distinto a lo que hace un poco menos dijo Luis Gusman: “No hay que confundir la Literatura con la Historia de la literatura”. Ricardo Romero me dijo una vez que admiraba a Laiseca porque escribía de espaldas a todo. Romero no escribe de espaldas a todo, pero escribe de frente sólo a las cosas que le gustan, distraído de las modas y conveniencias del campo literario.
¿Existe todavía el lector de novelas de aventuras? Ojalá que sí. Lo imagino menos cínico, lánguido y perezoso, que el supuesto lector entrenado. Lo imagino muy parecido a Ricardo Romero.