Por Cynthia Rimsky
Los bonaerenses hablan en las calles, en el paradero, arriba del bus, en los comercios. En una visita de cuatro días o una semana, se aprecia lo que no se tiene en casa: los cafés, los teatros, los ciclos de cine, las librerías abiertas, los parques, los palos borrachos. Por las películas intuía que los porteños tienen tendencia a hablar. Bueno, hasta que comencé a ver las de Lucrecia Martel.
Durante una beca en Madrid compartí con varios argentinos, ecuatorianos, venezolanos, colombianos y españoles. En el almuerzo la conversación la monopolizaban los argentinos: no era cuánto hablaban sino de qué hablaban. Los españoles estaban horrorizados ante las intimidades que ponían sobre la mesa. Así aprendí que un español no contará a desconocidos sus charlas con el sicoanalista y un argentino sí.
Pero esto no es sobre la charla en una mesa, sino en las calles. Cualquier nimiedad basta para comenzar a charlar sin importar que el interlocutor sea un desconocido al que no volverán a ver. Y es que los santiaguinos no hablan con desconocidos. Si alguien llega a hablarnos, lo miramos con desconfianza. Yo misma me he sorprendido pensando qué quiere este señor de mi, por qué me habla, tiene intenciones de robarme acaso. Es curioso como tras estas pequeños hábitos se esconden grandes diferencias en la forma de habitar de los pueblos. ¿Por qué mientras un argentino contesta y hasta arma una charla en la calle, un chileno piensa que el otro tiene malas intenciones o, al menos, sospechosas? Si en Buenos Aires me preguntan algo en la calle, contesto. Mi locuacidad llega hasta ahí. A lo sumo, me convierto en espectadora de la charla que mi respuesta provoca entre las personas que en ese momento están en el paradero, arriba del bus o en el local comercial.
En la web existe un mapa animado de Buenos Aires; si uno pone dónde está y adónde quiere llegar, te indican el bus o las combinaciones. Esta tarde está descompuesto. Una amiga me sugiere tomar un bondi en calle Paraguay. Al llegar, ya he olvidado el número y le pregunto a un hombre de unos 60 años enfundado en un abrigo azul de paño y con una barba cana cuidadosamente recortada. Al cabo de unos minutos, el hombre parece dudar de la información que me entregó y se pone a pensar en voz alta si es ese u otro bus el que debo tomar.
Decido seguir la conversación. Pasan todos los buses excepto el que, según él, me sirve. Para los pasajeros que esperan en el paradero somos dos amigos charlando. Subimos juntos al bus. Me cuenta que nació en España pero lleva años en Buenos Aires y, cuando vuelve a su país de nacimiento, comienza a extrañar esta ciudad en la que los buses demoran en pasar y, cuando lo hacen, se estropean, como el nuestro.
Los pasajeros se disponen a esperar el siguiente bus. Como este ya ha demorado lo suyo en pasar, la cola llega casi hasta la esquina. El único problema del sitio https://mapa.buenosaires.gob.ar es que no se pone en el caso de que el bus pueda dañarse. No se qué hacer cuando mi compañero aparece para invitarme a subir a un taxi que me dejará a dos cuadras de mi destino. En el trayecto me cuenta que compra y vende cuadros, yo le cuento que escribo.
La acera en la cual bajamos está en reparaciones y pienso que ese es el motivo de su desconcierto. Cuando me entrega su tarjeta y yo le extiendo un trozo de papel con mi nombre y apellido, comprendo que no se debe a los andamios que interrumpen el paso sino a nuestra inminente separación. La peripecia que hemos vivido juntos aparece como una gigantesca aventura a dos seres que están destinados a no encontrarse en una ciudad de casi 3 millones de habitantes.