Por Cynthia Rimsky
El último día en Buenos Aires mis amigos me advierten que no me puedo ir sin probar los sándwiches de miga. Les digo que tengo tantas cosas por probar todavía, pero ellos insisten. Durante largos minutos discuten sobre qué local vende los mejores sándwiches de miga de la ciudad. Cada uno enarbola su “picada” de barrio. Los argumentos son que el relleno, además de verse, debe tener la mitad de espesor que el pan. La miga, aireada, pequeña, húmeda, pero no mojada y bien recta, sin las puntas arqueadas o bordes rotos. Jamás el sabor salado de la miga puede opacar el relleno. Pero lo más importante es la emulsión. Es el secreto del sándwich y cada establecimiento tiene su propia mezcla: una combinación de queso crema y mayonesa, queso crema y aceite de oliva, queso crema solo, con manteca… Finalmente escogen un par de buenas confiterías que están cerca.
Desde el momento que ponen los dos paquetes sobre la mesa, siento una extraña melancolía. Hace tiempo que no veía un envoltorio de papel mantequilla. Me recuerda el paquete en el que mi abuelo traía los pasteles a casa los domingos, con ambas puntas dobladas hacia abajo, de forma que al desplegarlas, descubrías de un golpe su contenido. Ya desde el almuerzo, que consistía en empanadas con ensalada o pollo asado comprado fuera para que mi madre no cocinara, esperábamos los pasteles con crema que el abuelo traería para la once.
Los rectángulos de miga están puestos uno sobre otro en dos hileras. Partimos por el de piña y jamón; jamón, huevo y lechuga; apio y roquefort, carne en láminas y mayonesa con gusto a atún y anchoas; queso y aceitunas negras; jamón y palmitos… Para el final queda un modesto rectángulo con jamón y tajadas de tomate reblandecido por el calor. No es capaz de comer más. Por otra parte, ¿qué sentido tiene comer un sándwich con tomate después de haber probado tamañas exquisiteces? Pero mis amigos insisten y por cortesía hacia ellos, cojo el rectángulo y le doy un mordisco.
Como le ocurrió a Proust al embeber la magdalena en el café con leche, el tomate reblandecido remueve una imagen del fondo de mis recuerdos. Mis amigos argentinos observan atónitos cómo el más humilde de los sándwiches de miga hace aflorar en mis ojos la nostalgia. Y es que, a pesar de anhelar el fin de semana por sobre cualquier otro día, los domingos de verano representaban para mis 12 años una tremenda contradicción. Desde el desayuno comenzaban mis padres a planificar el día de piscina en el Estadio. Desde ese instante comenzaba mi oposición al proyecto; asistía a un colegio laico y las niñas de mi edad que frecuentaban al Estadio iban a otro colegio, constituyendo un grupo cerrado al cual me era difícil, por no decir imposible entrar. Cuando proponía a mis padres quedarme en casa leyendo y escuchando música, esgrimían que una niña no podía quedarse sola en casa y que conocer niñas de mi edad era más idóneo que leer. Según avanzaba el reloj, agotados mis argumentos racionales, recurría al llanto, las amenazas, el chantaje… convirtiendo el paseo en una pequeña tragedia familiar. Consciente de que estaba estropeando la diversión de ellos, deponía mi actitud. Amurrada y en silencio, me rendía a viajar en el asiento trasero del auto. En el Estadio, mis padres se unían a otras parejas con las que conversaban o jugaban cartas. “Anda, está lleno de amiguitas de tu edad”, me ordenaban. Corría la toalla hacia un lugar que no pertenecía a los grandes ni a los adolescentes, un espacio de nadie, desde el cual observaba a los grupos en los que debía estar y no estaba. Ya fuera por timidez o porque no tenía tema en común, jamás pude hacer amistades en ese Estadio. Recuerdo que contaba las horas para que la pesadilla terminara y pudiera volver a mi casa, a mi cuarto, a mis libros. Entonces mi madre nos llamaba a tomar once. No disponiendo de dinero para ir al casino, antes de salir de casa preparaba un termo con café y sándwiches de mortadela con tomate y mantequilla, envueltos en servilletas de papel, que guardaba en el bolso donde metía las toallas, el bronceador y las chombas para cuando refrescara. Como después de comer, no se nos permitiría bañarnos, íbamos mi padre, mi hermano y yo a tirarnos un último chapuzón. El agua y el sol terminaban por despertar nuestro apetito. Chorreando, extendíamos las toallas al sol y cogíamos de manos de mi madre el primer sándwich. Con el transcurso de las horas y del calor, el tomate se había reblandecido y adherido a la servilleta. Los minutos que nos tomaba despegar la servilleta del tomate que sobresalía del pan, parecían eternos. Era tanta el hambre que no importaba comer papel. El sabor al tomate transpirado, la mantequilla tibia y el pan blando, me hacían olvidar las tristezas que había pasado. El Estadio aparecía distinto al que había padecido. El sol comenzaba a declinar, muchas familias partían a tomar once a sus casas o al casino, y en el pasto quedaban los que, como yo, disfrutaban de la soledad y del silencio. Cuando los sándwiches se acababan, mi padre me invitaba a dar un paseo hacia las canchas de fútbol de al fondo. Era el momento en el que podíamos conversar “del mundo”, como llamaba entonces a lo que estaba más allá de mi casa, del colegio y de mis padres.
Al regresar del pasado, me encuentro con que he devorado el sándwich de miga con jamón y tomate. Mis amigos argentinos tienen razón: no podía irme sin haberlo probado.