Por Cynthia Rimsky
Mi anfitrión insiste en que visite la ciudadela de barro de Chan Chan. Se ofrece a llamar a su taxista personal –cualquier otro podría asaltarme. Me informo que un bus local cuesta 1, 50 soles y me deja al frente. “De ahí tienes que caminar un buen trecho”. “Me dijeron que son diez minutos”, le digo. “Allá tú”, se despide. En el cruce, me asaltan los taxistas que esperan a los que, como yo, vienen en bus. A ambos lados del camino emergen trozos de murallas, como deben haberlas encontrado antes de que convirtieran el 20 por ciento original en un cien por ciento restaurado. Me pregunto si la ciencia es capaz de reconstituir la experiencia que entre aquellos muros vivieron los Chimú o se trata de especulaciones.
A la entrada, un grupo de escolares arma un bullicio atronador con sus colaciones. Las profesoras parecen haber quedado con hambre porque compran tamales a un hombre que viene a diario en su bicicleta, como los boleteros, los vendedores de suvenires, los taxistas. Un guía me ofrece sus servicios. Dos pasos adelante, otro me obliga a ver unas maquetas. Con menos amabilidad le digo que no necesito explicaciones, insiste en que sin explicaciones la visita será incompleta, le advierto que correré el riesgo.
El boletero consigue venderme un folleto con un mapa. El mapa explica que me hallo en la sala de audiencias. Dos mujeres indígenas ataviadas con un delantal de algodón celeste raspan con una espátula los cantos del terraplén, me acerco a ellas silenciosamente, conversan sobre unos aros grandes y bonitos, pero falsos, que una tercera mujer extravió y de las sospechas que tienen acerca de la desaparición. Al verme, se sonrojan: “Y nosotras hablando de un aro”, escucho a mi espalda.
Al cabo de algunos patios, desemboco en una laguna, una sencilla laguna sembrada con coirón que el viento cimbra. La delicadeza del vaivén me hace detenerme, en el agua crecen lotos, hay patos, y una banca de madera bajo un techito que semeja un paradero donde se espera un bus con retraso. Hace calor, me reclino en el banco, un pato se eleva, sus patas dejan en el agua una estela, otro pato lo persigue o lo expulsa, la estela se disuelve, las flores de loto inconmovibles. En el folleto leo que los Chimú celebraban aquí ceremonias en noches de luna llena.
Detrás del vaivén de las cañas escucho un sonido constante; antes de bajarme del bus divisé una fábrica. Al otro lado debiera estar el mar. La muralla de barro impide que llegue el sonido del mar, no el de la fábrica. En la Antigüedad no levantaban fábricas o habrían ideado cómo aislar el ruido para que no perturbara a los que participaban en la ceremonia sagrada. Si aíslo el ruido, alcanzo a escuchar el rumor de las cañas, la estela, el graznido, un silencio que viene de lo inasible.
Se acerca una guía y tres visitantes, la guía explica que en el lugar hay más de 100 lagunas y, si no fuera por una campaña de los diarios, todo el sitio arqueológico estaría inundado; gracias a los diarios, el gobierno construyó un sistema de drenaje. Una mujer pregunta si antiguamente también se inundaba, pero el agua la bebían y el resto la drenaban. Es la única explicación histórica que la guía ofrece, cansada de repetir lo mismo, habla de una familia de patos de pico blanco. A la guía le sorprende la colaboración que obtuvo la pata del resto de su familia para construir el nido, más que sorpresa le causa envidia que la pata tuviera ayuda para construir el nido. Antes de partir comenta que los lotos se abren cuando sale el sol y a esta hora ya han comenzado a cerrarse. La mujer sabe más de su experiencia en el sitio que del sitio.
Es el turno de una familia. El adolescente pregunta si los patos vuelan, dice que si tuviera una escopeta los haría volar, la madre le contesta que si tuviera una escopeta volarían todos. Se acercan los escolares que comían a la entrada. El guía repite lo de las lagunas y las inundaciones, y agrega que bajo el agua hay enterrados dos cuerpos. Pasan los escolares, un matrimonio joven con su bebé, una pareja de peruanos con acento de España, ninguno siente el deseo de detenerse, pasan delante del vaivén, de la estela, del graznido, del paradero, no se detienen a esperar lo que podría ocurrirles en el silencio. A pesar que los científicos lograron traer al presente la ciudadela de barro del pasado, las gigantescas murallas no pueden dejar fuera el presente, el presente está en el lugar de lo sagrado, lo sagrado quedó fuera.
Cuando salgo, los escolares, atacados por un hambre voraz, asaltan la tienda de golosinas y gaseosas. Apartada del bullicio, una estudiante de pelo negro y ojos achinados intenta recomponerse de un vahído, su rostro está blanco, tiene la vista perdida y ha puesto una mano sobre su frente, como si la presión de sus dedos tuviese la facultad de orientarla en aquel desconcierto. El profesor, apurado por comprar golosinas, le dice que es algo sin importancia; “una cosa sicológica”. Se da vuelta y la deja en el silencio.