Por Sebastián Robles
Empezar de cero
Cada vez que escribís algo nuevo empezás de cero. Es como si no hubieras escrito nada antes. O peor: empezás a escribir, la cosa va saliendo, y sentís que ya lo escribiste. Pensás que todo lo que escribís va a salir siempre igual. Es el fantasma permanente que te acosa. Cuando estoy muy metido en una novela me olvido de eso. Ahí me sale todo bien. Por lo menos en la escritura de la novela, con la que en ese momento tengo una relación muy saludable, más allá de que después lo relea y me parezca malo. Es una cuestión de compromiso absoluto. Cuando eso se acabó y no estoy escribiendo nada, la sensación es que soy un idiota.
Últimamente, con un rato de escritura me alcanza. Antes no. Cuando empecé a escribir novelas, estaba muy comprometido con eso y no podía hacer otra cosa en el día. Ahora dos horas por día me alcanzan. Es menos explosivo. De todas maneras, la necesidad de que eso continúe es absoluta.
Cuando estoy metido con algo, en seguida me doy cuenta si la cosa va a seguir o va a quedar ahí. Si es artificial lo que estoy planteando, si no me compromete de ninguna manera, sé que me voy a aburrir y lo voy a dejar. Pero si de repente empezaron a pasar cosas que tienen que ver conmigo, la escritura va a seguir y lo voy a terminar.
¿Para qué escribir?
No sé qué significa el hecho de escribir. ¿Para qué seguir escribiendo y acumulando libros? Porque eso no le va a cambiar la vida a nadie, mucho menos a uno mismo. Es muy raro. ¿Por qué uno persiste en eso, en lugar de dedicarse a otra cosa? Y al mismo tiempo se angustia por la posibilidad de no hacerlo.
Es escribir para evitar ser un tipo que está tirado en la cama y no hace nada. Que es una posibilidad muy concreta. A los escritores en algún momento les pasa. Terminan viviendo en el mundo que ellos mismos crearon. Yo a Borges me lo imagino viviendo en su propio mundo. Por más que estuviera interactuando con otras personas. Él creó su propia realidad. Eso es maravilloso. Pero también te da una sensación rara, como de aislamiento.
Lo que quedó en el camino
Había algo que yo tenía cuando era chico que lo perdí. Una conciencia social, una idea de que el mundo podía llegar a cambiar. Tal vez tiene que ver con la edad. Cuando tenía veinte años pensaba en la inminencia de la revolución socialista. Igual eso también era una estupidez, porque yo tenía veinte años durante el alfonsinismo. Después vino el menemismo. Estábamos lejos. A veces pienso en eso. Yo tenía una relación con las personas y la fantasía que era distinta a la que tengo ahora. De alguna manera esa cosa mítica, revolucionaria, heroica, se fue degradando en mi literatura, y esos personajes que podían ser héroes ahora son pobres tipos. No es una mirada compasiva, porque no juzga. Pero es una mirada sobre la gente que está quebrada, que no tiene salida. No angustiante ni kafkiana, sino desapasionada, que no se compromete del todo con lo que narra. Muestra. Pero no es el modo en que yo pensaba a la gente cuando era más joven. Yo pensaba que había posibilidades de cambio en la sociedad. Pensaba que había un futuro que iba a estar bueno. Me volví más individualista. No es lo que yo quería. Tal vez sea la consecuencia natural de la edad. Igual hay cosas que no perdí, por suerte. Nunca fui consumista, nunca quise ser millonario y famoso, todo eso nunca me importó. Pero tengo una mirada más áspera sobre las cosas y las personas. Voy sintiendo que todo es un proceso de degradación. Pero a su vez, en mis prácticas soy optimista. Porque trabajo con gente, y me entusiasmo, y pienso en las posibilidades de cambio por lo menos a nivel de la escritura.
Los talleres
Gracias a los talleres me volví más preciso para leer y también para escribir. En los talleres focalizamos sobre los problemas de escritura. Casi únicamente eso. Salvo en los talleres de lectura donde leemos, pero también vemos los problemas de escritura, o el modo en que cada autor va armando su poética: la construcción de las frases, las historias. Eso me interesa mucho. Y me interesa también cuando leemos trabajos de los alumnos. Eso me da un entrenamiento que aparece naturalmente cuando escribo. Estoy escribiendo y me acuerdo de cosas que dijimos en los talleres. Que es algo que también muchas veces me dicen los alumnos: “estaba por escribir tal cosa, y me acordé de lo que dijiste”. Los talleres dan un entrenamiento. Si no fuera por ellos, mi relación con la escritura sería más solitaria. Soy más preciso para escribir porque todo el tiempo estoy pidiendo precisión.
La ansiedad
Con los talleres se puede bajar un poco la ansiedad. Y por otro lado, también se puede estar cada vez más atento a la propia escritura. Porque cada uno tiene su línea. Lo que se puede hacer es potenciar lo que cada persona tiene. Pero siempre con este discurso de “vamos de a poco”. Que algo se transforme en un libro o no tiene más que ver con el azar que con la fantasía. Eso se puede transmitir en los talleres. También una mirada crítica sobre la propia obra y la de los otros. Y todo eso puede derivar, en algún momento, en la producción de un escritor. Pero no es un objetivo para tener en cuenta de una manera inmediata, porque condiciona mucho.
Editorial Conejos
A finales de 2010 salió la idea de Conejos. Fue casi una irresponsabilidad, no fue algo muy pensado. Yo daba un taller literario en el Instituto Mallea, que es un instituto terciario, y no tenía un taller personal. Estaba en contacto con gente que me preguntaba por talleres y los derivaba ahí. De entre los que llegaron, había tres que me parecía que tenían mucha polenta, que eran Paula Brecciaroli, Facundo Soto y Bruno Szister. Entonces les propuse hacer una editorial. Salimos en abril de 2011 con un libro de cada uno de nosotros, como para ponerle el cuerpo al proyecto. El mío fue Ciertas chicas, un libro de cuentos.
En 2012 publicamos tres libros. No fue complicado elegirlos. A mí me habían recomendado una novela, la leí y me gustó. Era La sucesión de Cynthia Edul. Se la pasé a los chicos y también les gustó. Sucedió algo parecido con Los apartados de Juan Manuel Porta. Es una historia muy rara. Unos años atrás me habían pasado una novela inédita de él, que se llamaba Los negros. A mí me encantó. Nos vimos varias veces. Y después Porta perdió la novela. Sólo se quedó con un capítulo, que era el primero. Un día apareció con el tercer premio del Fondo Nacional de las Artes, por un libro de cuentos. Uno de los cuentos era el primer capítulo de Los negros. Les pasé el libro a los chicos y se publicó sin problemas. Con Chicos malos y otros libros, de Osvaldo Bossi, también había consenso porque nos gustaba. El año pasado publicamos un solo libro, porque no nos poníamos de acuerdo en qué publicar. El que generaba consenso en todos era Conversaciones con Mario Levrero, de Pablo Silva Olazábal. Y ahora vamos a publicar cuatro libros, si es posible. Terminamos casi eligiendo un libro cada uno, porque no alcanzamos al consenso de antes. Un libro de cuentos de Walter Lezcano, una novela de Mariana Komiseroff, un libro de cuentos de Sebastián Grinberg y un libro de poesía de Carlos Battilana.
El trabajo que hacemos es amateur. Yo no soy editor y no sé si me interesa eso. Y los chicos tampoco. Buscamos libros que nos gustan, los hacemos, por suerte ya no los distribuimos porque de eso se encarga Galerna. Organizamos eventos, charlas, lecturas. Pero eso nada más. No nos metemos en la histeria de las editoriales. Acompañamos los libros pero no nos ponemos en calidad de vendedores, que es lo que muchas veces termina siendo un editor. Es algo artesanal. No somos una editorial independiente, que es casi una empresa. Somos una cooperativa. Publicamos libros que nos gustan. La idea es que un libro pueda financiar el siguiente. Nada más. Hacer Conejos, para mí, es como un juego.