Por Edgardo Scott
Mis definiciones íntimas de poesía son dos y se reiteran. Cuando pienso en poesía –porque la anotación mental qué es la poesía, ya sería demasiado para este Diario y sobre todo para mí– me vienen con naturalidad dos ocurrencias. La primera es una estrofa de Palo Pandolfo, de la canción “Imagen proyectada”, de la época de Don Cornelio y la zona. Dice: “cuando tu voz/se desate de la lengua/ y tu color/ se dibuje proyectado”. La otra es una definición atribuida a Ricardo Zelarayán. Para Zelarayán la poesía sería “la mayor tensión de lenguaje en un tiempo determinado”. Son dos puntos de apoyo. Después, como dice en el prólogo de 100 poemas, Santiago Vega, alias Washington Cucurto, la poesía “es esto y lo otro. La poesía vive en las paredes, en el lenguaje de los médicos, en el grito de los vendedores ambulantes y en una bañera.”
Recuerdo haber visto/escuchado a Cucurto en una mesa de poesía en Eterna Cadencia. Pero lo que en verdad recuerdo es su voz; la suave voz de Cucurto leyendo Puente de Brooklyn. 100 poemas es un libro ideal para el que nunca haya leído a Cucurto; una antología de poemas, pero sobre todo un buen resumen de sus libros de poesía. Varios poemas de Cucurto –pero sobre todo los más vertiginosos– me recuerdan la música, la entonación de Federico (García Lorca). Pero es en la tradición directa y coloquial de Héctor Pedro Blomberg, Oliverio Girondo, Nicolás Olivari y, por supuesto, Ricardo Zelarayán, en la que la poesía de Cucurto alcanza su propio sitio y esplendor.
“¿Era necesario semejante viaje/ venir de Salta, para ver el arcoiris/ sobre el techo de una fabriquita/ de una bailanta mugrosa?” De ese tipo de ternuras, violencias e irrisiones está hecha la poesía de Cucurto. También de ese gran otro que Buenos Aires no quiere ver: la inmigración no europea; la gran inmigración sudamericana de las últimas décadas: paraguayos, bolivianos, peruanos, colombianos.
100 sonetos de amor es un libro de Neruda. Hay que leer entonces estos 100 poemas de Cucurto con esa mirada amorosa; ya que el amor, como la poesía, también tiene vocación redentora y por eso puede instalarse cómodo entre las góndolas de un supermercado chino, entre amaneceres de bailantas, entre peruanitas y bondis baqueteados de Quilmes.