Hoy, 10 de marzo, se cumplen dos años del fallecimiento de David Viñas. A modo de homenaje, reproducimos la siguiente entrevista realizada por Mónica Sifrim, docente de Casa de Letras, publicada originalmente en el diario Clarín el 5 de octubre de 1995, con motivo de la reedición de su clásico Literatura argentina y política.
Por Mónica Sifrim
Con su bigote cano y su cuerpo de púgil, David Viñas parece todavía el único argentino capaz de discutir a gritos con Sarmiento o Mansilla. La literatura se le ofrece desde siempre como un escenario brutal y divertido que representa sólo para él la historia del poder, sus justificaciones y proyectos. Sobre el café, Viñas reparte puñetazos, pide tribunas y regala generosamente a su interlocutor claves para pensar, riquezas para ser desenredadas. De vez en cuando mira, se interrumpe, como temeroso de perderse en las ramas de una Buenos Aires remota y pregunta tímidamente: “¿Vamos bien?”.
¿Cuál es el trayecto que recorrió su libro Literatura argentina y política?
Digamos que en su primera aparición –en el año 64 y por Jorge Álvarez– este libro era un aprendizaje crítico, una prolongación de las discusiones del grupo Contorno, y por eso yo hablaba allí de “puntos de partida”. Contorno aparece con un tono predominantemente ensayístico, crítico, y se enfrenta con las dos posiciones hegemónicas de la época. Por un lado una versión cultural del peronismo, que encarnaba entonces el doctor Ivanisevich, ministro de Cultura, con propuestas cargadas de populismo trivial o de formas muy reaccionarias. Por el otro lado, el campo liberal, cuya figura más visible entonces era Mallea. En Contorno estábamos por entonces Ramón Alcalde, mi hermano Ismael, Adelaida Gigli, León Rozitchner, yo y otros. Con respecto al libro, años después, por los setenta, hubo otra edición a cargo de Beatriz Sarlo para el Centro Editor de América Latina, y ahora esta, claro, por Sudamericana, con dos capítulos nuevos y algunas modificaciones.
¿En qué consiste concretamente la innovación de Contorno?
Mire, en ese momento, en que prevalecía un criterio muy abstracto e idealista de entender la cultura, Contorno presentó a la crítica como una teoría de la ciudad: la literatura inscripta en el espacio ineludible de la “polis”, que es, a la vez, una condensación del país. Es decir: nos interesaba la suma de tensiones y contradicciones, en un sentido casi teatral, que palpitan en la ciudad en un momento dado: los espacios, el lenguaje, la urbanística, la música. Mirábamos una producción que había quedado al margen: el teatro popular, el sainete, la literatura anarquista de comienzos de siglo. También buscamos la recuperación de Roberto Arlt y del viejo Ezequiel Martínez Estrada en Muerte y transfiguración de Martín Fierro. Y el cruce con la propuesta crítica de Sartre, sobre todo por el lado de Correas, Masotta y Sebreli.
Usted es consciente de que su modo de leer la literatura argentina ha dejado huellas. Hoy ya existen palabras, giros sintácticos, ciertos modos de incluir el cuerpo o la oralidad en la escritura que son muy “Viñas”.
Bueno, le diré que, en su momento, este libro me provocó un malestar desde las perspectivas liberales, canónicas. Sé que años más tarde hubo gente que se hizo cargo de esos puntos de partida, con discusiones, claro, y bienvenidas sean. De hecho, si uno tuviera que elegir dónde se gesta hoy la producción más rigurosa es, me parece, en el campo de la crítica. Más que en la ficción o en el teatro… Allí habría que mencionar dos presencias, incluso polémicamente, desde ya, que son Josefina Ludmer y Beatriz Sarlo. Y algunas mujeres jóvenes que están trabajando con asombrosa lucidez y sutileza.
Pero la posibilidad de producir transformaciones a partir de las ideas parece cada vez más lejana. ¿Por qué precisamente ahora reeditar un libro que cruza literatura con política?
Cuando se habla de política no estamos hablando de pedir el voto a nadie, no es una lucha en el atrio a ver quién sale concejal de la 13, sino de elaborar, como decíamos, una teoría de la ciudad. En ese entonces hablábamos de puntos de partida y, en esta tercera edición, en la dedicatoria dice: “estas hipótesis y discusiones”. Hoy mis trabajos están polemizando no sólo con las versiones remozadas de los viejos enemigos (que persisten con su constelación completa de flora y fauna, le aseguro), sino también con cierta crítica interiorista. A mí me interesa la recepción, el público, qué cosas cruzan por un libro, de lo interno de los textos a lo contextual, o a la inversa, en un vaivén eterno. Por eso me parece, en realidad, que a este libro habría que escribirlo nuevamente. Estos son años de un gran inmovilismo crítico y hay que movilizar, traicionar al lector para descolocarlo en vez de confirmarlo. Yo ahora, por ejemplo, estoy preparando un trabajo sobre Walsh, Rodolfo Walsh, el ajedrez y la guerra, que intenta ser una provocación. En su caso, la dramática de la ciudad está muy presente, lo político y lo literario se articulan en una combinación casi explosiva.
Hay en su libro algunos “liftings”. Por ejemplo, alusiones directas al 95, donde se refiere a los que desertaron de la utopía revolucionaria.
Respecto de quienes en los 60 o los 70 enarbolaban posiciones críticas, parecería que muchos han abdicado y han sido deglutidos por el sistema. Si esto provoca un malestar o réplica, creo que sería fecundo… En cuanto a otras actualizaciones en el interior del texto… Bueno, desde ya que hay propuestas que se actualizaron, algunas por razones de simple envejecimiento. Pero también he subrayado las partes donde el tiempo ha venido a corroborar algunos de mis puntos de partida.
Es cierto. El nuevo capítulo dedicado a Alberto Ghiraldo parece completar una de las líneas de su libro: el periplo de los intelectuales argentinos desde el “escritor gentleman”, luego el profesional, finalmente el “bohemio anarquista” del 900. Allí se vislumbra, en esa reciente ciudad de masas, la aparición del mercado. ¿Cómo llegaría hasta el presente esa genealogía? ¿Podría hablarse ahora de un “escritor mendicante”?
Pero claro… Uno de los puntos de partida del libro era hablar de esa relación concreta y despiadada, cada vez más desde el 900 para aquí, con el mercado. A quiénes favorece, cómo hay que ser favorecido, a quiénes se margina. El campo del 900, que podría parecer de apertura, se ha clausurado y hay toda una franja de la producción cultural que queda afuera. Y, mire… la gente está detrás del mango. Este reconocimiento ya lo iba descubriendo Walsh: las operaciones de marketing alrededor de un libro. Él va haciendo un aprendizaje de cuál es el lugar que ocupa en tanto trabajador de la cultura. Hay que proponer –y yo lo estoy haciendo en mi cátedra de Literatura argentina– una crítica materialista de la cultura, pero inscribiéndola en la situación general. Hay un hombre que viene precisamente del nuevo centro imperial, Noam Chomsky, que desarrolla con mucha lucidez una teoría de la ciudad, en su caso Nueva York.
Eso me recuerda otra de las figuras que atraviesan su libro: la de los viajes. Del viaje solitario de Belgrano al viaje estático de Mansilla. ¿Cómo siguen los viajes del intelectual argentino?
Todo ese capítulo es, en verdad, un itinerario. Parecería que culmina en Cortázar pero se prolonga, por ejemplo, en Saer, que escribe desde París. Ahora agregué, porque faltaba, la expedición anarquista a Europa. El viaje de Ghiraldo parece preanunciar el de Cortázar “sin demasiados puentes, atardeceres, ni Maga, ni ocio”, como digo ahí. Otro hito que me parece importante es el viaje universitario. Ahora, justamente, acaba de salir otro libro del clan de los Bunge. Carlos Octavio viaja en el 95 –el mismo año en que es sometido a proceso Oscar Wilde– a Oxford, y describe nada menos que las relaciones homosexuales allí. Hubo libros curiosos, desde ya, como dicen los periodistas, “injustamente olvidados”: por ejemplo el viaje de Paul Groussac, donde se ríe a carcajadas de la cultura norteamericana. Pero cuando pienso en el viaje a los Estados Unidos me refiero concretamente a ese que va desde Sarmiento a Manuel Puig. Hay allí una reducción y una serie de idealizaciones…
¿Y la presencia de intelectuales argentinos en el campo docente?
Sí. Prieto en Florida, Halperín Donghi en California. Yo diría que hay un común denominador muy fuerte desde el 900 a esta parte. En general, son hijos de inmigrantes que van a los Estados Unidos con una especie de intención de corregir o superar el hecho de que sus padres o abuelos habían querido en realidad ir a los Estados Unidos.
Se subieron al barco equivocado…
Claro, o la “bobe” que no pudo entrar porque tenía conjuntivitis. Algo que me dijeron ayer: los Estados Unidos es Carlos Gardel, París era Canaro. Se lo propongo… Pero no sólo Sarmiento y Puig, sino también la presencia de actores, directores, grandes buenos mozos argentinos se fueron a Hollywood corrigiendo el hecho de que sus padres hayan venido a una América de segunda categoría. Esto se reproduce hasta en lo más vulgar: desde el argentino diciendo “deme dos” en Miami a las apetencias de los intelectuales de radicarse en ese nuevo centro imperial.
Pensando en estos años de cruda xenofobia, me pareció fecunda su descripción de ese movimiento que enaltece los valores de la tradición, pero que en realidad funciona como reacción frente a la “invasión” del inmigrante.
Vale. Sobre todo porque no puedo dejar de pensar que en el Cervantes se estrenó hoy una obra de Roberto Cossa –y nos vamos de cabeza a 1910– que es Aquellos gauchos judíos. Ese es el intento de Gerchunoff de lograr la síntesis entre civilización y barbarie. Pero Payró ya le decía a Gerchunoff en 1910 que era demasiado optimista. Especialmente porque en ese año estaba funcionando no sólo la Ley de Residencia sino también la Ley de Defensa Social. Ahí la ciudad de los señores, de los “gentleman”, estaba muy desgarrada. Desde ya que esta sería otra genealogía. Desde la Ley de Residencia, la semana trágica, luego Lugones y el nacionalismo de derecha, hasta llegar a la AMIA. La literatura actúa esos desgarramientos de algún modo.
La literatura –sugería usted– funciona muchas veces como “lapsus” del discurso oficial. ¿Qué señala hoy ese lapsus?
Florencio Parravicini era el lapsus de la cultura de su momento, decía eso que no se podía decir, una provocación permanente. Ahora
pienso en una obra de Tato Pavlovsky, Rojos globos rojos. La figura principal es un actor de la legua que expresa todos sus malestares y vive en la época del menemato. ¿Y el infierno de Pinti no reproduce hoy lo que la comunidad no se atreve a decir? ¿No se hace cargo de todo un lenguaje que anda dando vueltas por ahí? Creo que hay una serie de lapsus que se pueden analizar detenidamente desde el tango, el sainete, etc. Una serie que va a dar a lo que fue Arlt en su momento, o a lo que fue Oliverio Girondo como provocación. Esto involucra incluso a Marechal. ¿Cómo terminaba el Adán Buenosayres? “Más serio que pedo de inglés…”. Él ya está asumiendo eso en el 48. Hoy yo recuperaría a un poeta que murió hace pocos años, Néstor Perlongher. Toda su producción literaria es un lapsus respecto del lenguaje, de las prácticas cotidianas, del manejo del cuerpo, de lo institucional… Habría que fijarse también en la zona del rock nacional. Allí debe haber una constelación de lapsus. Y no tendríamos que esperar tanto para recuperarlos.
Usted está habituado a trazar series, mapas y constelaciones. Imagine la Enciclopedia de la Literatura Argentina que se va a escribir en el futuro. ¿Al lado de quién le gustaría sentarse en esas páginas?
En la zona de la práctica crítica, concretamente, al lado del viejo Martínez Estrada. Como una prolongación, una disputa. Por el lado de la ficción, hay una genealogía de la literatura de prontuario y que se puede verificar en los personajes o escritores que eran seudónimos, desde Matasiete en El Matadero, pasando por el Viejo Vizcacha, Fray Mocho, todos los personajes con seudónimo en Arlt, desde el astrólogo hasta el rufián melancólico. Pienso en César Tiempo, en el gato de Walsh. Ahora, Andrés Rivera. ¿Por qué esa elusión de lo institucional? Yo creo que se trata de una literatura de sociedad secreta. Frente a otra línea que es la del “don”-una literatura, si usted quiere, aristocratizante: don Ramiro y don Segundo Sombra-, esta franja del prontuario me parece más fecunda. Es una literatura de infracción.