Por Pablo Demián López
“La literatura, por lo poco que sé de ella, nace quizá de una fuerte tendencia a la incomunicación, o a la mala comunicación. Un escritor de ficciones es alguien que en su vida cotidiana muy raramente puede comunicar lo que siente (…) El único lugar donde el hombre que escribe se comunica es en sus libros, y son sus personajes quienes hablan por él.”
Abelardo Castillo, Ser escritor
Esto puede haber sido cierto en otro tiempo, pero hoy, en plena expansión del uso de las redes sociales, habría que matizar lo que entendemos por comunicación, y sus fallas.
No es que ahora con las redes sociales la comunicación sea plena, pero sí parece serlo su ilusión, la ilusión de la comunicación.
Podríamos decir que hoy en día lo que no se obtiene, en casi todo caso, son los efectos esperados de la comunicación. Los canales de expresión están abiertos, saturados, pero el retorno es desconcertante: o no se percibe que nuestro mensaje haya llegado al otro, o parece que haya llegado distorsionado. El escritor de hoy es alguien para quien este detalle mínimo resulta intolerable.
Los que Castillo llamaba “sus personajes”, hoy están de alguna manera presentes en los “avatares” escritos con los que salimos a la palestra de internet a intentar comunicarnos. La distancia mínima existente, aunque comúnmente no percibida, entre el yo y ese que se expresa de manera escrita, viene a suplir a aquél dispositivo mágico de los personajes que venían a hablar por uno, pero por lo mismo, se hace mucho más presente el desfasaje entre yo y ese que está ahí en palabras, que yo creía que era yo. Es la falla comunicacional, que conforme se ensancha (a menudo gracias a los malentendidos) abre el espacio de donde emergerá el literato.
La falla de la comunicación proviene, al contrario que en otros tiempos, del éxito de la comunicación: los mensajes van y vienen, pero lo que esperábamos de la comunicación – probablemente una mengua en la angustia de la soledad, una identificación, un reflejo en el otro, una imagen objetivada de uno mismo mediada por la respuesta, aquello que se ha banalizado bajo el término “feedback”- no se produce, o se siente como deficiente.
El fracaso de la comunicación es aquí muy otro, y se parece al que vivió un pionero, Nietzsche, cuando tuvo la palabra y el lugar de enunciación para ser oído por un público que se suponía podía entenderlo, y se topó con el malentendido, el silencio y el rechazo. Así pasó de la enunciación de sus teorías a la ficcionalización de Zarathustra, a través del fracaso de la comunicación, y escenificando precisamente ese fracaso.
Hoy la literatura parece emerger entonces más allá, después de la comunicación, y ya no en su utópica promesa; después de atravesar la fantasía de la comunicación, mediante una puesta en práctica intensiva, y una posterior desilusión.
Si se sobrevive a esta desilusión comunicacional, y aún quedan unas obstinadas ganas de escribir, de comunicarse, inexplicables, inconducentes, inconvenientes en términos de utilidad, se comienza la literatura de hoy – cuando el sujeto contemporáneo, inmerso en el océano comunicacional, deja de sentirse como pez en el agua, y pasa a sentirse sapo de otro pozo (con el inconveniente de que ese otro pozo no existe). Para ese sapo que está en el pozo comunicacional, la posibilidad de una obra viene a ser la de construirse otro hábitat a su medida.
Claro que habría que re definir lo literario en función de esta caracterización contemporánea de la emergencia del escritor. Como mínimo, podemos asegurar que lo literario nace de una escritura que posterga su publicación instantánea, característica de la comunicación actual.
La instantaneidad entre el escribir y el publicar (la función “enviar” es ya una sola con la del punto y aparte) caracterizaría a la comunicación, mientras que lo literario parece comenzar cuando se abre un intersticio en la instantaneidad, cuando se habilita un tiempo de postergación, tiempo que si termina deviniendo separación entre la escritura y lo literario, podría bien tomar el nombre de proceso de elaboración.
La elaboración puede ser apenas un tiempo para releer, pensar y decidir si el texto está listo para ser publicado, o puede implicar una corrección, una edición, o hasta una re escritura parcial o completa, hasta el extremo de la renuncia a su publicación.
En el espacio mínimo de la postergación, si se entiende como elaboración, puede nacer lo literario, aunque aún nos quedaría diferenciarlo de lo no literario; puesto que no todo texto, por elaborado se vuelve literario.
Sería imposible intentar definir lo literario por sus características formales, debido a su infinita amplitud. Mucho más razonable sería intentarlo por descarte de lo que no es literario – claro que, en el espacio de la literatura, sobre todo en el más generoso de la novela, todo texto puede ser llamado a desempeñar un papel: hasta un texto científico encuentra lugar como parlamento de un personaje o algo que ha escrito. Hasta un texto como este, ensayístico, sobre los matices que pueden delimitar las zonas de la comunicación y la literatura, puede participar de una obra literaria.
Con lo que obtenemos cierta máxima: todo texto es susceptible de volverse literario si entra en el proceso de elaboración literaria.
Así es que, por ahora, lo literario queda más definido por este proceso al que hemos llamado elaboración, que por alguna característica intrínseca del texto o un modo de lenguaje determinado. La literatura sería más bien un dispositivo de captura y re-localización literaria de textos que una “manera” literaria de escribir.
Retomando entonces el planteo inicial de Abelardo Castillo, podríamos decir que hoy la literatura nace de la comunicación escrita llevada hasta el extremo de una desilusión, una falla, que abre un tiempo de postergación entre el escribir y el publicar, que deviene en un proceso de elaboración, en el que cualquier texto es susceptible de ser acoplado como literario.