Por Cynthia Rimsky
Quizás nada define mejor una vida cómoda como un mullido sillón que despierte el deseo de sentarse, con el largo suficiente para echarse a dormir la siesta o leer y cuyo respaldo tenga la inclinación para que no duela la espalda.
En nuestra época de estudiantes universitarios por los años 80 considerábamos que un sillón era un ícono de la mentalidad burguesa. Recuerdo haber ido de visita a la casa de algún intelectual de izquierda y a la salida conversar largamente que nosotros jamás tendríamos un sillón. Y así era. Los amigos que no vivían en casa de sus padres tenían cojines, nunca un sillón, ni siquiera un sofá. En cambio, en la cafetería de la escuela de Periodismo, y aunque distaba mucho de merecer ese nombre, había uno de cuerina que nadie se explicaba cómo llegó allí, y en el que algunos compañeros se tendían al llegar y solo abandonaban a las siete de la tarde, cuando era indefectible salir de la escuela; en el intertanto el sillón albergaba las más intensas disputas políticas y escarceos amorosos.
Los que se iban de la casa de sus padres lo hacían con la cama y, como mucho lujo, un escritorio modular y un colchón de una plaza. Los demás muebles se improvisaban con tablas, ladrillos, cajones… La altura media era el suelo. La mayor elevación la constituía el catre, un piso de mimbre o el cajón que se usaba como velador. No había refrigerador, lavadora, mesa de comedor o cuatro sillas remotamente parecidas. La biblioteca se levantaba a base de ladrillos y el clóset, un papel craft en el suelo, cajones pintados o un pallet.
Las casas lucían los materiales más extravagantes. Desconozco cómo se conseguían los carretes inmensos de madera que servían como mesa redonda, los pallets, los cajones gigantes para poner la ropa, las cajas sólidas de té que no se rompían al sentarse. Hasta los que no aprendieron ninguna técnica manual en la escuela se convirtieron en fabricantes de lámparas, móviles, biombos. La delantera la llevaban los estudiantes de arquitectura. Sus casas despertaban la envidia de todos nosotros. Con papel y alambres construían habitaciones, revestían paredes a falta de pintura; hacían de un ambiente, tres.
No sé si esto cambió con la llegada de la democracia o coincidió con el paso a lo que llaman adultez. Por haber estudiado periodismo éramos especialmente sensibles a la falta de libertad de expresión y a la censura; mientras estuvimos en la escuela propugnamos un proyecto idealista llamado comunicación popular, en el cual los medios de comunicación no pertenecerían a los grupos económicos que los usaban para distorsionar la realidad de acuerdo a sus intereses, sino a las organizaciones sociales; periódicos que contendrían entrevistas y noticias a los vecinos que resolvían, de acuerdo a su experiencia, los problemas del mundo, y donde el periodista tenía voz propia y no obedecía a los jefes (as) cuando le ordenaban contar lo que supuestamente el público pedía, o sea, sexo, violencia, chismes, y no lo que ellos encontraban al salir a reportear a la calle.
A medida que algunos de mis compañeros se fueron insertando en el mundo laboral, en sus casas comenzaron a aparecer sillones. Mullidos, confortables, largos, anchos, a la moda, en cuotas. Lo extraño fue que junto con el sillón, a algunos dejó de parecerles inapropiado la falta de libertad que había en los medios para contar lo que ellos veían o les contaban en la calle. Y a los colegas que carecían de un sillón o que todavía seguían usando ladrillos en la biblioteca, los consideraron fracasados o carentes de ambición.
Una vez que llegaron a puestos de jefatura y los sillones se hicieron más caros y cómodos, les pareció correcto entregar al público la violencia, el sexo, el chisme que supuestamente “pedían”. Y si un joven reportero se atrevía a protestar en nombre de la libertad de expresión, lo hacían pasar a su oficina y lo dejaban de pie mientras le hablaban desde el sillón ejecutivo, porque ya no bastó con el sillón de la casa.
Hasta que el “público”, empoderado como dicen por la diversidad que permiten las redes sociales, comenzó a hacer sentir que no desean, al menos no todos, ese tratamiento de las noticias y, en un rapto de audacia, comenzaron a denunciar en el CNTV a esos jóvenes idealistas que un día creyero que la comunicación es un derecho de todos y que ante el dolor cotidiano de ver truncados sus ideales, prefirieron cerrar la garganta y permitir que una voz ajena hable por ellos.
¿Y qué tiene que ver en esto el sillón? No lo sé.