Por Sebastián Robles
María Rosa Lojo es investigadora y crítica literaria, poeta y narradora. Es autora de las novelas Finisterre, Las libres del Sur y Una mujer de fin de siglo, y de los libros de cuentos Amores insólitos de nuestra historia e Historias ocultas de la Recoleta, entre muchos otros. Conversamos con ella acerca del género de la novela histórica, al cual le dedicó una parte importante de su obra, y acerca de sus proyectos y planes para este año.
La novela histórica vive en la Argentina, desde hace muchos años, un auge que parece no decaer, tanto por la calidad de sus autores, entre los cuales sos una de las más importantes exponentes, como por su numeroso público lector. ¿A qué creés que se debe este fenómeno? ¿Por qué resulta tan convocante la novela histórica hoy en día?
La ficción histórica es la primera forma novelesca aceptada por las preceptivas en la Argentina. En una sociedad que dejaba de ser colonia y cuya clase intelectual deseaba formar conciencias republicanas, la novela como género empieza a imponerse cautelosamente y en tanto y en cuanto no solo sea percibida como vehículo de entretenimiento sino que instruya y proporcione modelos pedagógicos y cívicos para ese país naciente, hablándole de sus orígenes y proyectándolo hacia el futuro. La ficción pura (sentimental, por ejemplo) causaba desconfianza (en parte porque se la juzgaba susceptible de ejercer malas e incontrolables influencias sobre las costumbres), pero la ficción histórica se jactaba de “instruir” al público, basándose, según el modelo decimonónico, en una documentación rigurosa (lo cual no siempre era cierto, y el mejor ejemplo es el episodio –incomprobable—de la cautiva Lucía Miranda, que tanto se difundió en la crónica y en la ficción). Lo importante era que los lectores creyeran en esa cuota, no solo de verosimilitud, sino de veracidad.
En cambio, en nuestra época la tendencia dominante de la narrativa histórica pasa, antes bien, por cuestionar la presunta verdad de los documentos y poner en estado de sospecha los relatos aceptados. La “verdad” se presenta como una construcción conjetural, poliédrica, siempre en multiperspectiva y en redescubrimiento.
Como cualquier otra modalidad ficcional, la novela histórica se modifica según los cambios sociales y estéticos. De la estilización romántica pasamos al modernismo (Larreta) y al realismo (Manuel Gálvez), hasta llegar a autores como Manuel Mujica Láinez, Abelardo Arias o Antonio Di Benedetto, en quien el relato de la historia se hace profundamente existencial e introspectivo. En los años ’80 del siglo XX, mientras acaba la dictadura militar, la ficción vuelve a preguntarse por el destino de la Argentina y por las posibilidades de contar su Historia (Respiración artificial), y emergen voces que reponen sujetos olvidados en los grandes relatos, como las mujeres (Río de las congojas, de Libertad Demitrópulos, o Juanamanuela, mucha mujer, de Martha Mercader). En los años ’80, más allá de la densidad y la calidad dispar de muchas producciones, hay ciertas coincidencias generales: la voluntad de contar desde adentro la experiencia femenina y recolocar también a las mujeres como “heroínas” en la historia visible; devolver a los héroes un cuerpo (sexuado, vulnerable, envejecido, enfermo: en suma, una corporalidad humana, en todas las fases de la vida) y reconocerlos también en sus debilidades y traiciones. Asimismo, reponer a los pueblos originarios, los afroargentinos, los mestizos, en la matriz de un país que confundaron.
En tu artículo “El pasado, entre la épica y la ficción”, afirmás que la función de la novela histórica consiste en deconstruir ciertos discursos épicos instalados por los estados, con el propósito de constituirse como naciones. ¿Nos darías algunos ejemplos concretos de este procedimiento?
Prácticamente toda la novela histórica de las últimas décadas está en esa línea desconstructiva. Pienso, más allá de nuestro país, en una novela como El general en su laberinto, de García Márquez, donde aparecen de manera dramática las fisuras del proyecto bolivariano de la Patria Grande, las divisiones internas que llevarán a Colombia, nueva nación (y a las naciones latinoamericanas en general) a casi interminables guerras civiles, también se percibe una ambigüedad latente en la misma figura de Bolívar: idealista y generoso en grado sumo, pero que ya anticipa a los futuros dictadores en su sed de poder, en su íntima resistencia a retirarse (pese a la enfermedad mortal que lo está carcomiendo).
Otro caso: si en la Argentina de fines del siglo XIX el discurso oficial consideraba que se había fundado (y de manera épica), la modernidad, arrasando con los últimos reductos de la “barbarie” a través de la llamada Conquista del Desierto y el exterminio de los pueblos originarios, la novelística de nuestro tiempo encara esos hechos más bien desde la perspectiva del genocidio físico y/o simbólico: pienso en obras como La tierra del fuego, de Sylvia Iparraguirre, Fuegia, de Eduardo Belgrano Rawson, o en mi propia novela Finisterre.
¿Es apropiada la caracterización de “novela histórica” o responde más bien a una cuestión editorial?
La novela histórica propiamente dicha nace con el Romanticismo, y tiene ciertas características, básicas, objetivas, que se dan hasta el día de hoy, aun con las transformaciones que el género fue sufriendo. Podríamos resumirlas en tres puntos fundamentales (que se materializan con un abanico muy amplio de matices): 1. Coexistencia de lugares, personajes y acontecimientos inventados con otros registrados por la historiografía (o sea, en discursos culturales a los que se considera como históricos). 2. Localización del relato en un pasado concreto y reconocible (aunque puede haber cruces con sucesos fantásticos y distorsiones temporales: ej. Bomarzo, de Manuel Mujica Láinez, o una novela que yo misma escribí: La pasión de los nómades). 3. Distancia abierta entre el presente del lector implícito y real y el pasado donde se desarrollan los hechos narrados.
Habría que agregar (o enfatizar) que la Historia no es, en este tipo de novelas, un mero telón de fondo, o un pretexto decorativo o alegórico, sino un eje fundamental: de ella depende el destino de los protagonistas, subsumidos en los procesos colectivos.
Todo esto se da dentro del relato, pero también hay marcas exteriores al mismo en los llamados “peritextos”: prólogos, epílogos, subtítulos, bajadas, solapas, tapa, contratapa, ilustraciones, bibliografía, notas al pie, etc. Y en los “epitextos”: publicidades, entrevistas, reportajes, colecciones anunciadas como “de novela histórica”, etc.
Los autores, desde luego, suelen empeñarse en destacar algo que parecería obvio, pero que no todos los lectores entienden: siempre hay creación narrativa en la ficción histórica. Aunque se hable sobre hechos y personajes conocidos y estudiados desde la historiografía, existen tantas maneras de contarlos, presentarlos, interpretarlos, como narradores o narradoras.
¿Qué estás escribiendo ahora?
Acabo de terminar una novela que se titula Todos éramos hijos y que publicará a mediados de año Penguin Random House, en el sello Sudamericana. Transcurre en los años ’70, que fueron los de mi adolescencia, y se enfoca en los conflictos de la edad, y en el enfrentamiento de padres e hijos dentro de un contexto histórico-político muy complicado, de cambio de valores y expectativas, y donde la Teología de la Liberación luego del Concilio Vaticano II jugó un papel fundamental. Hay elementos autobiográficos en esta obra; yo misma me eduqué en un colegio que adhirió a esta corriente teológica y a la opción por los pobres proclamada por el mismo Juan XXIII y por los obispos latinoamericanos. En estos colegios la militancia política se unió a la religiosa muchas veces. Pero se ha escrito relativamente poco, sobre todo en la ficción, sobre este sector de creyentes católicos muy jóvenes y de sacerdotes tercermundistas, durante aquellos años de fermento revolucionario.
¿Cuáles son tus proyectos para este año?
Ante todo, seguir dirigiendo la Colección EALA (Ediciones Académicas de Literatura Argentina, siglos XIX y XX) en la editorial Corregidor, donde publicaremos este año dos volúmenes fundamentales: los cuentos de Creaciones (1883) de Eduarda Mansilla, en edición crítica de Jimena Néspolo, que vuelve a imprimirse por primera vez desde su aparición, y Eduarda Mansilla en la prensa (1860-1892). Hacia un estudio crítico integral, donde se reúnen todos los artículos publicados en la prensa por Eduarda Mansilla en ese lapso, así como noticias existentes sobre ella; este arduo trabajo estuvo a cargo de Marina Guidotti y es toda una primicia. Los dos forman parte de un Proyecto de Investigación Plurianual del CONICET que estoy dirigiendo y que cerramos este año.
Por otro lado, hace rato que deseo publicar algunos libros de ensayo, con los resultados de mis investigaciones en los últimos años. Veremos si puedo empezar con algo de esto, así como reeditar otros textos agotados.