Por Cynthia Rimsky
Hace unos años, cuando mi padre estaba vivo, solía llevarlo a una plaza que estaba a dos cuadras de su casa, lo llevaba en silla de ruedas. Antes de salir me robaba una marraqueta y él la escondía bajo el chal que entibiaba sus piernas que ya no lo sostenían.
– ¿No son muy grandes los trozos?, le pregunté al verlo desmenuzar la miga con sus dedos torpes.
Como las arrojaba cerca de sus pies me ofrecí a recogerlas y tirarlas más lejos. Mi padre se negó. Unos metros más allá un jardinero sostenía una gruesa manguera sin pistón, el agua salía a borbotones. No solo riegan a la hora más soleada, continúan podando los árboles. Podrán cambiar los alcaldes, los jefes de aseo y ornato, los concesionarios, los jardineros, entre todos seguirán quemando el pasto por regar bajo el sol en verano, y convirtiendo las ramas en muñones con la poda del invierno. Una paloma se acercó a la miga que estaba más alejada del asiento.
-Viste, indicó mi padre.
Siempre pensé que las palomas eran iguales. La que comía la miga tenía el cuello de un verde tornasol, más allá había una con el lomo plomizo y el vientre blanco y otra, las alas grises…
Mi padre arrojó una miga más cerca de sus pies. La paloma observó sin moverse la miga que venía a continuación. Mi padre arrojó otra entre la miga más cercana a sus pies y la paloma. La paloma observó la accientada línea. Bajó otra y atrapó la miga. Tenía el cuello y la cabeza más oscura que las alas.
– La semana pasada empecé a tirar las migas cada vez más cerca hasta que una de ellas vino. Puse una miga en la palma de mi mano y se la extendí. La paloma permaneció indiferente, como esa, y de un salto subió a mi mano.
– Papá, te puedes pegar una infección.
– Esperé a que comiera la miga y la tomé. Tienen el pelaje suavecito.
Mi padre extiendió la palma llena de migas hacia las dos palomas que rondaban el asiento. No se acercaron. El agua de la manguera ya había formado una poza. Dos palomas se acercaron a beber. El macho con el pecho ancho y erguido. La hembra caminó en círculos y él detrás. El jardinero apoyó su sueño bajo la sombra del peumo. Sus ojos se cerraron. La paloma puso una pata delante de la otra. Mi padre imitó su gorgoteo. La miga estaba a un metro de distancia. Si la paloma no se acercaba, mi padre se quedaría con muy pocas. Al asiento de al frente llegó un empleado con un pote plástico con su almuerzo y una pequeña botella de gaseosa, de las más baratas. El sueño del jardinero continuaba durmiendo a la sombra del árbol. El empleado terminó su almuerzo, cerró el pote y colocó el tenedor en la bolsa plástica. Había dejado dos dedos de líquido en la botella para el final; colocó las manos sobre sus rodillas y miró hacia delante. En el reloj de mi padre faltaban tres minutos para la una. El empleado acercó la botella a su boca y tomó el último sorbo. Se levantó y volvió a la oficina. Las palomas habían regresado. Una de ellas se acercó. En la mano de mi padre quedaba una miga. La paloma se detuvo en el lugar donde cayó la última. Si mi padre arrojaba la que tenía en su mano un poco más cerca de sí, podría atraerla, pero luego no tendría con qué tentarla a subir a su mano. Lo vi levantar los ojos. Seguí su mirada hasta un trozo de cielo, un trozo de nube, una punta de viento. Escuché las alas de una paloma, rogué que no hubiese volado. La paloma continuaba en el mismo lugar. La mano de mi padre comenzó a oscilar. La miga se zarandeaba y quedó atrapada en el monte de Venus.
-¿Quieres que la tire por ti?, le pregunté.
Mi padre bajó su mano y la miga cayó sobre el asiento. Regresamos, yo caminando, él en la silla de ruedas.