Cuando tuvo el parte de matrimonio de su primer novio en las manos, pensó que debía sentir algo especial, pero antes debía comprar el regalo, pagar las cuentas del departamento y conseguir unos zapatos. Esa semana fue de locos y sólo se detuvo la misma noche de la boda, cuando pasó por el departamento de sus padres. Su madre venía del médico, tenía colesterol y la presión alta, debía examinarse el corazón y dejar los chocolates. No sólo había engordado, a semejanza de la abuela, sino que comenzaba a tener sus mismas enfermedades. Para animarla, le pidió que la peinara. Se encerraron en el baño mientras su padre dormitaba en el living. Siempre había responsabilizado a los peinados de su madre por sus fracasos en las fiestas; le parecía que todos se daban cuenta de aquellos ridículos moños. Por eso, cuando estuvo ajustada la última horquilla, no pudo evitar un estremecimiento. Fueron apenas unos segundos. Inmediatamente después, en el espejo del botiquín, aparecieron unas alas de mariposa sobresaliendo de un vaporoso tomate. La madre, al ver la expresión de su hija, volvió a tomar el peine.
-Quizás sería mejor que lo hicieras tú- propuso.
Ella sabía que no hablaba en serio.
-¿Recuerdas nuestras peleas cada vez que me peinabas para una fiesta?- le preguntó.
-Es que para mi eras mi muñeca- dijo la madre con nostalgia.
Protestó.
-Si, eras mi muñeca –afirmó la madre presionando levemente los hombros de su hija-. Yo jugaba contigo, te hacía vestidos, te peinaba. Eras tan dulce. Igual que una muñeca.
La observó a través del espejo; el maquillaje que acentuaba sus ojos estaba corrido y se había soltado el botón de la falda que la apretaba. Hasta ahora no advirtió que su madre envejecía. En su antiguo cuarto se puso el vestido negro, ajustado y sencillo, y unas medias italianas con un precioso dibujo.
-Estás preciosa- exclamó emocionada su madre-. No te preocupes, yo también fui regodeona como tú- le dijo mientras buscaba en el baúl que había pertenecido a la abuela-. Y ya ves, terminé casándome con tu padre.
En los ojos de su madre apareció una mirada triunfal. Al fin había encontrado los dos pequeños zorros de miradas vidriosas que usó en la fiesta donde conoció a su esposo. Ella, con el tapado sobre los hombros, no volvió a mirarse al espejo. En la puerta, lista para salir, su madre la retuvo unos segundos para preguntarle si en la fiesta habría “algo que valiera la pena”. Era su forma habitual de insinuar que, tal vez esa noche, conocería al hombre de sus sueños.