Por Javier Vernal
Con frecuencia, cuando seguimos la obra de un escritor, queremos saber algo sobre su vida, si lo que escribe tiene relación directa con su modo de estar en el mundo. Para eso podemos recurrir a biografías o entrevistas, que nos proporcionan informaciones filtradas, y a veces distorsionadas. En el caso de José Saramago, disponemos de sus Cuadernos de Lanzarote para conocer en primera persona cómo era su relación con los perros, seres que encontramos en varios de sus libros. En la entrada correspondiente al día 22 de agosto de 1994 Saramago nos cuenta una conversación con Pilar del Río, su esposa, en la que manifiesta un pesar, el de haber vivido sin perros hasta que conoció a Pepe, un año antes. De esa forma traza una línea divisoria entre los perros de su infancia, cuya presencia temía y que cumplían una función determinada, y Pepe, que un día apareció a su puerta y fue invitado a entrar.
En su obra, Saramago no sólo describió las relaciones de los seres humanos con los perros, sino que los convirtió, diría que con mucho coraje, en protagonistas de algunos de sus libros. Es el caso del perro de las lágrimas en Ensayo sobre la ceguera (1995), que conforta a la mujer del médico cuando ya sin fuerzas, desesperada, se pone a llorar. El perro de las lágrimas no sólo se distingue de otros de su especie con los que deambula, sino que hace lo que ningún humano en ese momento del relato puede hacer, le ofrece su compasión al lamerle la cara y permite que continúe llorando abrazada a él. No es difícil comprender por qué Saramago, en alguna ocasión, dijo que en el perro de las lágrimas palpita el corazón del mejor de los humanos.
Algunos teóricos intentan explicar la simbología del perro en la obra de Saramago y no le permiten haberlo colocado en un lugar central, sino sólo para significar otra cosa. Esos análisis parecen querer afirmar que un autor de la envergadura de Saramago no podría poner en magníficas palabras lo que muchos sentimos cuando convivimos con perros, y por otro lado no toman en cuenta que son los animales no humanos con los cuales tenemos una relación más íntima, que se inició hace más de quince mil años, y en los cuales desarrollamos más humanidad que en nosotros mismos.
No sabemos lo que piensa ni lo que siente un perro, y seguramente nunca lo sepamos, pero somos libres para imaginarlo. El resultado de esa operación mental nos dá una idea de lo que somos cuando convivimos con ellos, y la posibilidad, tal vez única, de explorar otros tipos de vínculo. Saramago retrató esa relación – en la que las palabras tienen un papel secundario, si es que lo tienen – sabiendo de qué se trata.
Cuando Gabriel Gonçalves Mendes lo indagó sobre su posición con relación a la posibilidad de otra vida después de la muerte, Saramago respondió: “Está bien…creo que sí, que podría tener gracia que tuviéramos otra vida, pero con una condición, que también tuviese en esa otra vida a mis perros…”.
La honestidad de Saramago nos dejó a sus perros, y los podremos seguir disfrutando, por lo menos en esta vida.