Por Cynthia Rimsky
Demoliciones, traspasos, quiebras, huidas…Ninguno de los bares que elegí durante mi vida sigue en pié. Paradójicamente, bares elegidos por escritores que ya fallecieron, mantienen su buena salud, de forma que cuando invito a alguien a entrar a La Unión Chica y le digo: aquí venía Tellier, el extranjero recorre con la mirada los abogados que beben en las mesas de la entrada, la sólida barra de madera; aspira el olor de los platos y de la chicha… y, a pesar de que no ve a Tellier, acepta que el bar es a Tellier como Tellier es al bar. Nunca lo vi en La Unión Chica. No recuerdo si lo leí o lo escuché de alguien que vio o leyó. En el bar no hay una placa o una silla, un plato o un trago con su nombre, y en algunos años morirá el último garzón que lo atendió y que ha seguido contando la misma anécdota en revistas extranjeras, libros y documentales. Aun así, mientras exista un oyente dispuesto a escuchar el relato, Tellier seguirá existiendo en La Unión Chica. He pensado llevar a mi sobrino, contarle acerca de Tellier y preguntarle sus impresiones sobre el bar, pero una ley –que no existía en tiempos del poeta- prohíbe a los niños ingresar a los bares, poniendo en riesgo la supervivencia del relato.
La desaparición del relato es una posibilidad tan real en las ciudades (un poco menos en el campo). Se desvanecen casas, árboles, arbustos, negocios, el perro de la esquina, el mendigo que dormía bajo la terraza, la colorina que hablaba sola, la peluquera, la rotura en la vereda por donde desaparecieron las bolitas, las plazas sin rejas, las sillas desde las que observaba por horas lo que no recuerdo. ¿Habré elegido mal los bares que no me tocó la eternidad o es siempre así? Hay una ley, establecida por Lomonósov y Lavoisier, fundamental en todas las ciencias naturales que estipula que la materia no se crea ni se destruye, solo se transforma. Si los bares que escogí no han desaparecido en su materia, necesitaría buscar en qué se transformaron. En el lugar del Brasil hay una distribuidora de confites que surte a los vendedores ambulantes de los buses porteños. En el terreno del Standard, levantaron el primer supermercado del barrio chino. A cambio de la Taberna del Spaghetti, donde se disipaban los hijos díscolos de los dueños de las tiendas de Patronato, hay un restaurante italiano que ofrece almuerzos ejecutivos para pulcros oficinistas. En vez del Insomnio y de la Plaza del Mulato, hay sushis, el exotismo en el espacio de la rebeldía. El Recoleta fue remodelado para atraer actores, publicistas, modelos, fotógrafos; quebró cuando apareció uno con más onda en otro barrio; ahora ofrece happy hour en promoción.Lomonósov y Lavoisier están en lo correcto: la materia que vemos proviene de una anterior que otros creyeron que sería para siempre.
Hace unas semanas murió un vecino que iba habitualmente al bar Recoleta. He olvidado su nombre. Generalmente venía acompañado de un hijo cuarentón y gigantón. El padre se quejaba de que el hijo le controlaba las salidas, las mujeres y los tragos. Al parecer, se daba la gran vida de viudo cuando la nuera echó al hijo de la casa y el padre se vio obligado a hacer un hueco a la decepción del hijo en su disipación. El gigantón lo seguía como un pájaro negro amable pero desconcertado. Las historias que el viejo contaba noche tras noche no estaban a la altura de las que debe haber narrado Tellier en la Unión Chica o Carlos León en el Cinzano de Valparaíso. Tampoco es comparable la tradición de la Unión Chica con el Recoleta -abierto por un maipucino que reunió una pequeña fortuna haciendo aseo en Miami-, pero los relatos del viejo, sus silencios y omisiones, sus imprecisiones, hacían presentir en nosotros –sus oyentes- lo que Walter Benjamín llama lo inolvidable. En las quejas del viejo respecto al hijo intuíamos la mano de Chejov, los ojos de Leskov, las miserias de los oficinistas de Balzac, la melancolía de González Vera y, más atrás, la historia de Esaú y la suplantación de su hermano para obtener la bendición del padre como primogénito; ecos, reverberaciones, vapores que traen a las palabras actuales la huella de lo anterior.
Estaba en la calle cuando pasó el cortejo del viejo que nos contaba historias en el bar Recoleta. Mi vecino –que lee los obituarios- me dijo que era él quien iba en el cajón. En el primer auto estaba el hijo gigantón. A despedirlo salieron los propietarios de los negocios, el vidriero, la señora de la lavandería, los cerrajeros, el diarero, los cuidadores de autos, la mujer que habla sola, el mendigo, los del kiosco de llaves… que alguna vez pasaron por el bar. El hijo gigantón respondió a nuestro saludo agitando su mano. En el cortejo iban los familiares que lo conocieron toda una vida, en la calle quienes lo escuchamos solo de noche en el bar. Nos quedamos largo rato en la vereda como desconcertados huérfanos que creen haber atisbado por un instante el hogar.