El 14 de junio se cumple un nuevo aniversario de la muerte de Jorge Luis Borges, ocurrida en Ginebra en 1986. Al día siguiente Adolfo Bioy Casares le concedió a Mónica Sifrim una entrevista, que había sido pactada con anterioridad. Allí, Bioy Casares recuerda. con emoción y nostalgia, a su amigo y compañero de toda la vida. La entrevista fue publicada por el suplemento Cultura y Nación del diario Clarín el 19 de junio de 1986. A continuación reproducimos el texto completo.
Entrevista de Mónica Sifrim
¿Cuándo conoció a Borges?
Lo conocí en un almuerzo en casa de Victoria Ocampo en 1932. Él, como siempre, dice otra cosa, pero se equivoca porque yo sabía que Borges había escrito un artículo titulado “Nuestras imposibilidades”, hablando de nuestras imposibilidades de ser coherentes o lúcidos en materia política. Yo había leído el artículo un rato antes de nuestro primer encuentro y le hablé sobre eso. El artículo se publicó en 1932.
Borges se puso a hablar mucho conmigo aunque yo era un chico. Victoria Ocampo, seguramente, me había invitado porque mi madre, que era amiga de ella, le habrá dicho que yo escribía. Entonces me invitaron para hacerme conocer un ambiente de escritores. Estaba allí un escritor francés, uno de los de turno de visita en la Argentina, y Victoria, que era muy mandona, muy maestra mandona, dijo: “¿Quieren dejarse de hablar entre ustedes y atender al señor fulano de tal?”. Borges se sintió un poco ofuscado. Tenía mala vista y tropezó con una lámpara tirándola al suelo. Ese incidente nos hizo sentir una cierta complicidad.
Volvimos juntos en automóvil desde San Isidro y Borges me preguntó cuáles eran los autores que yo prefería. Ahí le enumeré una serie de autores incompatibles y espantosos.
¿Qué autores, por ejemplo?
Bueno, Gabriel Miró, Azorín, Joyce… No se trata siquiera de que unos sean buenos y otros malos, son incompatibles de algún modo. Varios de esos autores le parecerían horribles. En un libro de memorias, Brenen dice que los escritores somos capaces de comprender a cualquier tipo de gente, pero que no tenemos la misma ductilidad para aceptar cualquier manera de pensar; las maneras de pensar distintas nos apartan. Buenos, a pesar de que mi lista de preferencias debía ser un trago amargo para Borges, empezamos a hablar de literatura, que era lo que más nos importaba a los dos. Yo había escrito un libro muy malo, cosa que seguramente entristeció a Borges; pero él sobrellevó todo eso.
¿Cómo veía el joven Bioy Casares al Borges de 1932? ¿Suponía que iba a alcanzar tal trascendencia?
Nunca pensé en términos de gloria o fama y esa es otra cosa que nos unió a los dos. Las primeras cosas vienen primero y las segundas pueden olvidarse: la prioridad era la literatura, el acierto literario, la filosofía, la verdad.
Yo sentía que para mí Borges era la literatura viviente y, de algún modo, él habrá sentido que yo compartía esa actitud ante las letras que para mí era lo principal en la vida. Para los dos, lo más importante era comprender. Sentíamos un gran placer cuando, sobre cualquier asunto que ocurría en la realidad, uno de nosotros explicaba al otro lo que sucedía. Tanto Borges como yo creemos en la inteligencia como instrumento de comprensión. No se trataba entonces de él o de mí, de quién hablara, sino de haber entendido la verdad de algo. Eso era lo que nos exaltaba más. Para mí, la amistad con Borges fue un reglao de la suerte. Fue la primera persona que conocí para quien nada era más importante que la literatura. Para él la literatura era lo más real. Me hablaba de lo que había leído como si fuera una noticia de actualidad, así se tratara de un presocrático. Cuando colaborábamos, por ejemplo, llegaba a casa y me decía: “Estuve con fulano de tal y me dijo tal cosa”. Pero fulano de tal era un personaje del texto que estábamos escribiendo nosotros.
El autor bifronte
¿Qué fue lo primero que escribieron juntos?
En 1935 o 36 me ofrecieron escribir un folleto comercial sobre las virtudes del yogur, por el cual me ofrecían un pago de 16 pesos por página, muchísimo dinero en esa época. Me facilitaron una bibliografía donde se aseguraba que esa cuajada respondía a la tradición búlgara y que su consumo prolongaba la vida de la gente. Así, se citaban casos de búlgaros que por comer yogur habían vivido más de 150 años. Dije que sí e inmediatamente lo llamé a Borges para hacer juntos el folleto.
Claro, Borges y yo corregimos, exageramos y aumentamos la bibliografía que me habían dado, hasta el punto tal que aquella gente se escandalizó. Citábamos, incluso, el caso de una familia búlgara cuya hija más joven tenía 90 años. Trabajamos muy bien. Borges tenía ese tacto secreto para hacerme sentir como si yo fuera un par. Nunca me hizo sentir de otra manera. En parte porque debía considerar que yo era suficientemente inteligente. No es altanería de mi parte, pero creo que se encontraba a gusto con mi inteligencia.
Más aún, Borges afirmó que todos los aciertos de Bustos Domecq, el autor bifronte, se debían a usted, a quien consideraba, paradójicamente, como un hermano mayor.
Bueno, en esa afirmación hay más generosidad que verdad. Cuando dos personas son amigas, cada uno enseña algo a la otra; en caso contrario se trataría de una relación entre maestro y discípulo, no entre amigos. Borges dice, por ejemplo, que él siempre fue partidario del estilo adornado, del Barroco, y que yo nunca me dejé engañar o encandilar por ese tipo de escritura. Siempre tuve una predilección por la simplicidad y la transparencia que puede haber sido beneficiosa para Borges, a quien le gustaba demasiado el estilo culto, erudito, artificial. Pienso, y ojalá no me equivoque, que eso pudo haber sido útil para él, como él fue útil para mí en infinidad de cosas.
Su primera colaboración con él fue, entonces, el folleto sobre yogur. ¿Qué le siguió? ¿Cómo continúa esa historia de colaboración literaria?
Allí, en el campo de El Pardo, mientras escribíamos la propaganda del yogur, Borges me contó un cuento. Él no había escrito cuentos todavía, y ahora pienso que Borges y yo nos hemos pasado la vida contándonos argumentos de cuentos y novelas que leíamos. Creo que ese poder dialogar conmigo sobre cuentos lo llevó a vencer cierta timidez que tenía para escribirlos. Él había escrito hasta entonces poemas y ensayos y, de algún modo, sentía esa inhibición que se siente ante un género nuevo. Comenzó a vencer esa timidez escribiendo cuentos que parecían ensayos críticos sobre libros inexistentes o modificaciones de biografías de personas reales que él convertía en ficciones –eso ya aparece en Historia universal de la infamia– y de ese modo entró en la ficción, que iba a ser tan importante para él después.
¿Cómo surgió la idea de crear a Bustos Domecq?
El cuento que Borges me había contado en esa ocasión en el campo trataba de un profesor alemán –el doctor Praetorius– que mataba chicos por métodos hedónicos: los hacía jugar y divertirse hasta que se morían de cansancio e inanición. Esa era la idea del cuento que nunca se escribió. Pero una vez que hubo surgido ese deseo de trabajo en común, comenzamos a hablar de la posibilidad de escribir juntos cuentos policiales. Así nacieron Seis problemas para Isidro Parodi, Modelo para armar la muerte y luego Dos fantasías memorables.
Cuando estábamos escribiendo uno de los cuentos que después integraría el libro Nuevos cuentos de Bustos Domecq, suspendimos porque sentíamos que nos estaba devorando esa especie de autor que habíamos creado entre los dos. Bustos Domecq se había convertido en algo similar a un Rabelais, autor que no nos gustaba, que era un bromista insoportable y no respondía a nuestros deseos.
Bustos Domecq, ese autor ficticio pero existente, firma los cuentos que escribieron juntos Borges y Bioy Casares. ¿Se trataba de una broma literaria?
Resultó una broma literaria, no quería serlo. El primer cuento lo escribimos para “La Nación”, luego comprendimos que no lo publicaríamos y, entonces, “Sur” se resignó a hacerlo. Poco a poco llegó a saberse quién era Bustos Domecq y entonces le atribuyeron las más variadas colaboraciones. Pasaron los años, y muchos de esos cuentos fueron publicados en diversas revistas. Por último, en 1967, la editorial losada publicó Crónicas de Bustos Domecq, esta vez firmado con nuestros nombres reales.
Nosotros creamos ese personaje y, mientras lo pudimos gobernar, seguimos con él. Después se tornó ingobernable y dejamos de escribir esas cosas aunque seguíamos viéndonos y comiendo juntos todas las noches. Cuando sentimos que podíamos volver a escribir juntos, surgieron los nuevos cuentos que, a mi criterio, no son peores que los primeros, sino incluso mejores porque en los primeros habíamos partido de la ilusión de escribir juntos cuentos policiales ortodoxos y, como no lo fueron, llevaban el lastre del primer proyecto. En cambio, los nuevos eran más parecidos a lo que realmente podíamos hacer nosotros dos juntos. Sin embargo, existe el lugar común. Henry James se pasó la vida corrigiendo sus textos, pero la gente que hoy reedita sus obras proclama que está publicando la primera versión. Creo que los nuevos cuentos fueron tan buenos –o tan malos–como los primeros y que Crónicas de Bustos Domecq fue el mejor libro que escribimos juntos. En ese aspecto estábamos completamente de acuerdo.
En la práctica, ¿cómo escribían juntos?
Conversábamos libremente sobre la idea que teníamos acerca de un tema hasta que se iba formando, casi sin proponérnoslo, un proyecto en común. Luego me sentaba a escribir, antes a máquina, últimamente a mano porque escribir a máquina ahora me da dolor de cintura. Si a uno se le ocurría la primera frase, la proponía y así con la segunda y la tercera, los dos hablando. Continuamente Borges me decía: “¡No, no vayas por ahí!” o yo le decía: “¡Ya basta, son demasiadas bromas!”.
Pienso que este trabajo de colaboración con Borges debió enseñarnos a ser modestos. Porque cuando empezamos a colaborar nos sentíamos alineados en una campaña a favor de la tramaba y de la escritura deliberada, eficaz y consciente. Íbamos a escribir cuentos policiales clásicos como los de la literatura inglesa hasta los años ´50, cuentos en los que había un enigma con resolución nítida, poca psicología, los personajes necesarios y la reflexión apenas indispensable. Resultó que escribimos de un modo barroco, acumulando bromas al punto que por momentos nos perdíamos dentro de nuestro propio relato, y alguno de los dos preguntaba: “¿Qué es lo que iba a pasar con este personaje?, ¿qué íbamos a escribir?”. Esto es casi patético porque ambos nos jactábamos de ser muy deliberados. Es como si el destino se hubiera burlado de nosotros.
Después de Un modelo para armar la muerte hicimos un alto. Tiempo después, en un momento en que Borges estaba muy enamorado, en uno de sus tantos amores infelices, sucedió algo que dio lugar al reinicio de nuestra colaboración. Una mañana yo sacaba a pasear a mi hija y al hijo de la cocinera. Cada uno de esos chicos tenía en la mano un muñeco y se lo describía al otro. Yo estaba calentando el motor del auto y los oía atrás, describiendo, como si no pudieran ver uno el muñeco del otro. Entonces esa noche le propuse a Borges que escribiéramos un cuento sobre un escritor que describiera por el solo placer de la descripción, aunque fuera la cosa más estúpida del mundo: su lápiz, su papel, la mesa de trabajo, la goma de borrar, etcétera. Así surgió “Un ataúd de fulano Bonavena” que es la primera de las crónicas.
Meses después, porque con Borges siempre fuimos reticentes y corteses, Borges me agradeció porque comprendía que yo le había propuesto ese cuento para hacerle olvidar su mal de amores. No fue así de ningún modo. Fui un frío del diablo y se lo propuse simplemente porque se me había ocurrido el cuento. Así nacieron las Crónicas de Bustos Domecq, que fue casi la última colaboración larga que hicimos juntos. Después solo hubo cosas breves: un prólogo sobre literatura fantástica, otro sobre cuentos policiales. Cuando surgía alguna de esas tareas yo le decía: “Bueno, mirá, creo que no hay más remedio, vamos a tener que escribir algo”. A lo que él respondía: “¡Qué suerte!”, y nos poníamos a escribir.
El más apurado en que nos pusiéramos a trabajar era siempre Borges. Realmente le encantaba trabajar y era muchísimo menos perezoso que yo, mucho más rápido. Además él dice darle mucha importancia al aspecto hedónico de la literatura; pero en realidad era bastante austero y le disgustaban las debilidades o las complacencias. A mí, por ejemplo, me gustaba desde niño la idea de un balneario de curas porque pensaba que debía ser sumamente agradable estar sentado, descansando y que lo atiendan a uno. Ese tipo de cosas a Borges lo impacientaban. Era un poco protestante, una persona con un sentido de la culpa que yo nunca tuve. Ahora, aunque a veces yo tenía pereza para comenzar, luego lo hacía contentísimo. Es que además trabajábamos riéndonos a carcajadas. Quisimos trabajar en serio y fracasamos.
Creo que inclusive hubo un proyecto que no se concretó por ese motivo.
Sí, algo así como un ABC de la cultura que no pudimos concluir porque nos resultó imposible seguir escribiendo seriamente como dos niños aplicados.
El goce de leer
Borges dijo que usted era el menos supersticioso de los lectores. Tampoco él era un lector supersticioso, no era un “snob”. ¿En qué diferían respecto a lo que consideraban como supersticiones en la literatura?
Tuvimos, por ejemplo, largas discusiones sobre el amor en la literatura. Borges se pasó la vida enamorado, pero enamorado de verdad, y sufrió muchísimas veces. Sin embargo, tenía un prejuicio en contra del amor en la literatura. Una reacción basada en su experiencia de que todos consideraran que el amor el único tema. Como si hubiera dicho: “Bueno, basta, hay otras cosas aparte del amor”. Hasta ahí su reacción es racional y su actitud justificada. Pero a veces exageraba y tenía una postura casi puritana contra el amor. Yo le decía que no fuera puritano, y él valorizaba extraordinariamente que se lo hubiera dicho. No era ningún mérito de mi parte sino un comentario sensato y justificado.
También, por ejemplo, yo le decía: “Bueno, basta de estar tan entusiasmado con Quevedo, Lope de Vega es menos pedante, mucho más grato y dice cosas más profundas. El otro es como un cordillera de cartón apta para el tren del Parque Japonés”. Borges, agradecido, me daba la rzón y pensaba que yo lo rescataba de una superstición. No es para tanto. Esa era una superstición que yo no tenía, pero él no tenía muchísimas otras.
Borges es un paradigma de la lectura no supersticiosa. Se dice que cuando ejercía como profesor en la Universidad de Buenos Aires recomendaba a los estudiantes que no leyeran nada que no les gustara, que interrumpieran la lectura de un libro si les resultaba tedioso. Supongo que eso habrá causado conmoción en el ámbito académico.
Desde luego. Ambos considerábamos que la crítica literaria no existe si no puede decir “este libro es bueno”, “aquél me aburre”, “ése me divierte”. Si esas valoraciones están prohibidas, para mí no debería existir la crítica literaria. El crítico existe para exaltar los valores de la literatura, para hacerle ver a la gente que la literatura es una de las fascinaciones de la vida y, si hay un error, si se está tomando en serio una estupidez, decir: “Este texto es una estupidez”.
En 1936 usted funda una revista con Borges, “Destiempo”. ¿Cuál era la propuesta? ¿Con quiénes polemizaban?
Creo que polemizábamos con todos aquellos que no juzgaban la literatura por su mérito esencial, sino por las tendencias que tuviera. Entonces albergamos un propósito absolutamente impracticable que era hacer una revista absolutamente intemporal, de ahí el nombre “Destiempo”. Al cabo de tres números la realidad agobió a la revista. El único número vendido fue el tercero porque la ofrecían en la cancha de rugby pregonándola como “Destiempo, la revista para el asiento” (para sentarse en las gradas). Allí colaboraron Alfonso Reyes, Fernández Moreno, Mastronardi, Peyrou y otros.
¿Cómo era el campo literario al que usted ingresa como escritor en 1937?
Yo no frecuentaba ningún ambiente literario. Borges, Peyrou y Mastronardi eran mis amigos y hablábamos de literatura como de tantas otras cosas. Pero soy un escritor gregario y participé poco de la vida literaria de Buenos Aires. Creo que la única manera de escribir y cultivarse es a solas, en la propia casa. Es un camino duro, poco simpático, pero, a mi criterio, el único verdadero.
Usted presenta una imagen de escrito sobrio, retraído en el trabajo solitario. ¿Qué opinión le merece la actitud más bulliciosa de la vanguardia martinfierrista de la que Borges participó?
Era absurda y grotesca. Borges también lo pensaba y consideraba que fue en su vida un pecado de juventud. Me decía siempre, respecto a los seis libros horrendos que escribí antes de La invención de Morel, que había hecho bien en escribirlos porque me iba a salvar de escribirlos después. Ya que uno tiene que cometer errores (porque el aprendizaje los incluye), mejor cometerlos temprano. De todos modos, siempre me sentí un poco culpable pensando en los pobres lectores de mis primeros libros, ya que una cosa es cometer errores y escribir libros malos y otra cosa es publicarlos.
¿En qué se diferencia su propio lenguaje del de Borges?
No sé, no lo pensé mucho, pero creo que he venido escribiendo de un modo que quiere ser oral en a medida en que lo oral puede entrar en la literatura. Borges, me parece, tiende más a un lenguaje de poema, lo mío es más prosa.
¿Escribiría usted un ensayo sobre Borges?
Sí. Espero no morirme sin haber escrito algo sobre Borges. Lo que podría hacer es solo contar cómo lo vi yo, cómo fue conmigo. Corregir algunos errores que se cometieron sobre él, defender a Borges y, sobre todo, defender la verdad. Siempre tuve una superstición con la verdad, tal vez yo más que él. Borges a veces arreglaba su pasado para que quedara mejor literariamente. Es como si hubiera preferido realmente la literatura a la verdad.
¿Se fabricaba una biografía ficticia, un linaje ficticio?
Podía tener cierta falta de escrúpulos que lo hacía reírese muchísimo cuando uno lo descubría y se lo señalaba. Ocurre que él veía la realidad como una expresión de la literatura y ese es e mayor homenaje que se puede hacer a la literatura.
El final
¿Cómo recibió la noticia de su muerte?
Siempre pensé que la lucidez y la inteligencia son indispensables para la vida, que somos nuestra inteligencia. Pero creo que la vida exige que la inteligencia duerma de vez en cuando. Así como para vivir necesitamos la vigilia del día y el sueño de la noche, también necesitamos cierta ceguera, no ver algunas cosas. Cuando Borges se fue me dijo que estaba muy enfermo. Le pregunté si era prudente el viaje y él me dijo: “Para morir no importa el sitio donde uno está” –opinión que él sabía compartida por mí–.
Cuando me llamó el día antes de que se supiera de su casamiento –yo tampoco lo sabía– le pregunté cómo estaba y él me respondió: “Muy embromado”. Le manifesté mi enorme deseo de verlo, a lo cual respondió: “No voy a volver nunca”. Se le quebró la voz y cortó la comunicación. Esa conversación fue, a todas luces, una despedida.
Con todos esos elementos, sin embargo, yo ponía la muerte de Borges en el futuro, es decir, en algo irreal para la vida cotidiana. Entonces ayer, después de almorzar, salí a caminar por este barrio para buscar en los quioscos un libro de Dune llamado Experimentos con el tiempo, libro muy importante en nuestras vidas ya que nos conmovió a ambos, nos hizo soñar, pensar, escribir. Un muchacho me habla para decirme que ese era un día muy especial. Lo repitió con insistencia, y entonces le pregunté por qué. “Porque hoy en Ginebra murió Borges”.
A pesar de haber estado esperándolo, sentí de pronto como si un biombo nos separara: no podía saber si Borges estaba aquí o estaba ya en la nada… (Bioy se emociona) Perdóneme. Él hubiera pensado que esto es ridículo. Soy emocionable pero no porque sea bueno, como suelen decirme; en los momentos de emoción uno se deja llevar por los nervios. Mi madre era totalmente contraria a este tipo de reacción grotesca. Una vez, había gente de visita en nuestra casa de campo y ella se había quemado horriblemente la mano. Nadie se dio cuenta porque ella pensaba que lo más importante en la vida era manejarse con lucidez, ser el capitán de uno mismo, una idea que Borges y yo compartíamos. Pero Borges también tenía esa afinidad conmigo: era un llorón de miércoles. Perdóneme, la gente se pone desagradable y grotesca cuando llora pero para mí es como si hubiera dos momentos, dos tiempos: hasta ayer y después de ayer… Cuando murió Byron, una muchacha dijo: “El mundo se ha oscurecido”. Algo similar puede decirse ahora con referencia a la muerte de Borges. Perdone, esto está mal, voy a intentar cambiar y corregirme cuando sea grande.