Por Cynthia Rimsky
Después de almuerzo telefoneo al profesor. Su disposición para encontrarse conmigo inmediatamente comprueba la impresión que tuve a través del correo electrónico: la de un hombre que busca en los acontecimientos que se le presentan una forma de salvar el papel en blanco.
El paso a través del Parque está cerrado por vallas metálicas que resguardan una enorme carpa blanca. Una ciudadana enojada critica a los guardias porque deberá dar un tremendo rodeo a causa de los privilegiados que ocupan una ciudad que es de todos. Las familias que acuden regularmente al Parque contemplan las mesas con mantel blanco, las copas, los focos, los calentadores a gas, mientras se revuelcan en el pasto y comen sándwichs de mortadela que pasan con gaseosas de imitación.
Jóvenes garzones, vestidos como pingüinos, esperan con el estómago vacío la hora del coctail. Los más hambrientos compran a un vendedor, a través de las vallas, dobladitas de manteca. El profesor aparece cinco minutos después de la hora fijada vestido de una forma tan correcta y casual que en sus ropas aún podía entreverse la última mirada del espejo. Contiguo al café hay un florería. Durante la espera me entretengo escuchando el diálogo entre la dueña y una pareja de novios que hojea revistas con ramos flores. La mujer, con un cuaderno escolar y un lápiz, pregunta por segunda vez sus nombres culpando a su mala memoria. Cuando llega el turno del novio, este repite su apellido dos veces:
-Ah, Urra- dice la dueña de la florería-. Como Hurra, pero qué nombre más positivo, estupendo signo para comenzar un matrimonio, les va a ir muy bien- exclama zalamera.
Siento compasión por la pareja, que, ante cada preparativo, se ve enfrentada a la avidez del banquetero, el florista, el modisto, el DJ, cuyo interés es sacar una buena tajada. Me pregunto cómo logran mantener el contenido ritual del matrimonio que están por emprender; si acaso han descubierto la falsedad y se la ocultan el uno al otro por piedad.
-Eso indica que es una buena vendedora- comenta el profesor, al contarle yo la escena.
La mesa está diseñada para cuatro sillas, sin embargo, el cuerpo del profesor, especialmente, de la cintura para arriba, ocupa la mayor parte del espacio. Tengo dos opciones: echarme hacia atrás o contarle aspectos de la investigación con la cercanía física de una pareja.
La cercanía física del profesor hace que, en vez de concentrarme en lo que aporta a la investigación, me preocupe dónde poso la mirada, si en su rostro o en la calle, pero resulta extraño mirar a la pareja de la mesa contigua si lo he citado para que me aporte bibliografía. El profesor es conocido en el ambiente como un seductor, sin embargo, no hace esfuerzos por conquistarme con su ingenio. Los datos que me ofrece están incompletos o no tienen relevancia. Estoy segura de que no le resulto atractiva ( mi empecinamiento por no franquear el motivo por el cual lo llamé, me convierte en una torpe interlocutora), sin embargo, me invita a su departamento para prestarme un libro. Durante la conversación, se muestra orgulloso de su departamento frente al Parque. Se trata de un edificio construido en los años 30. El vestíbulo, entre poderosas columnas labradas, está vacío, las baldosas saltadas, y la pintura de los muros descascarada. Subimos en el ascensor. La reja permite ver cada piso; todos solitarios. Del interior del departamento no sale sonido alguno.
En su escritorio los escasos libros están dispuestos en un par de frágiles anaqueles armables de metal. Ningún elemento hace pensar que allí se desarrolla algún tipo de actividad. Una puerta de vidrio accede al balcón desde donde se contemplan las copas de los árboles del Parque. No se ven las vallas metálicas, ni las familias, solo sus voces. Una silla, una mesa. El profesor me entrega dos libros y me pide mi número telefónico para inscribirme en la lista negra de personas a quienes presta ejemplares. No pone un plazo o un sistema de devolución. Nuevamente tengo la sensación de un hombre atrapado por la página en blanco. ¿Qué puede hacer un domingo? Ya leyó todos los libros necesarios para desarrollar algunas ideas que le hicieron alcanzar una cátedra y un prestigio, en algún punto, se dio cuenta que no irá más lejos y, en su aburrimiento, responde los llamados de estudiantes mujeres que le preguntan si las puede ayudar con su investigación; se mira al espejo y acude a la cita en un café que le queda a un par de cuadras. Cuando estoy por tomar el ascensor, me advierte:
-Muy interesante el tema de tu investigación.
Es solo un cumplido. El número de teléfono que anotó en un papel suelto no irá a la lista negra. No existe una lista. Regreso por el parque, comienza a oscurecer. Una interminable fila de buses se detiene ante la entrada a la carpa que instalaron para celebrar un congreso de Ginecología inaugurado por el presidente de la República.