Por Javier Vernal
Terminar de leer algunos libros no es fácil. Es tal el estado de soledad en que nos dejan que volvemos una y otra vez a las últimas páginas para retardar la despedida. Seguimos pensando en ellos por mucho tiempo, nos dejan marcas, y a veces modifican nuestra visión del mundo.
Para muchos lectores, El Extranjero, de Albert Camus, es uno de esos libros. No es difícil que quien ya lo leyó sienta envidia de quien lo lee por primera vez. Desde la primera línea su protagonista, el Sr. Mersault, nos toma de los hombros y nos sumerge en su historia, nos empuja al abismo, y durante la caída no hay red de contención.
A través del Sr. Mersault conocemos a varios personajes, entre ellos a sus vecinos de piso, el viejo Salamano y su perro. Ambos están viejos y deteriorados, y manifiestan el mimetismo del cual difícilmente se escapa después de una larga convivencia. Como en cualquier relación, también está presente el poder, que cada uno ejerce con las características de su especie. El perro – del cual nunca sabremos el nombre – tira de la correa haciendo tropezar al viejo Salamano, que lo llama de carroña y cochino, y lo arrastra durante unos metros, hasta que el perro olvida los insultos y vuelve a tomar coraje para tirar nuevamente de la correa, y así la secuencia de eventos se reinicia. Cada vez que el Sr. Mersault los encuentra observa la misma situación de maltrato e impaciencia por parte del viejo Salamano, lo que provoca que nosotros, los lectores, juzguemos al viejo Salamano como un ser despreciable.
Pero un día el viejo Salamano pierde a su perro, y su llanto –que el Sr. Mersault escucha a través de la pared– nos llega como una cachetada. Es uno de los tantos momentos del libro en que tambaleamos, en el que debemos confesar que nos equivocamos, que juzgamos de forma apresurada. Así, el remordimiento nos acompaña mientras el viejo Salamano le cuenta al Sr. Mersault que recibió al perro de un camarada del taller en el que trabajaba, y como era recién nacido, había tenido que alimentarlo con mamadera, y ahora, en la vejez, le ponía una pomada dos veces al día, para tratar una enfermedad de la piel. El viejo Salamano, de la misma forma que podría estar hablando de su fallecida esposa, dice que el perro tenía mal carácter y que de vez en cuando se peleaban, pero que a pesar de todo era un buen perro. Ante esta confesión, cómo no sentirnos culpables por haber despreciado al viejo Salamano, por haber creído que éramos capaces de comprender la relación con su perro, como si el amor fuese simple, carente de ambigüedades y contradicciones.
Las historias que encontramos en El Extranjero, como la del viejo Salamano y su perro, nos confrontan con la imposibilidad de la verdad absoluta y con la constatación de que debemos conformarnos con que nuestra realidad es la de saber y no saber. Camus nos muestra el camino de la lucidez, que suele ser el más difícil. Tal vez no sea casual que las últimas palabras del viejo Salamano en El Extranjero sean: “hay que comprender”.