Los encuentros, conferencias, mesas redondas, convocan a personas que supuestamente tienen un interés en común. Al llegar allí se descubre que uno está entre extraños. Generalmente hay un grupo que inmediata y ruidosamente se nuclea, haciendo pensar a los desgranados que se equivocaron de racimo. Esta situación de extrañamiento de, donde no se sabe si la rara es una o la actividad, se ve compensada cuando una choca con otra soledad. En este conferencia fue una joven profesora que estaba en el asiento contiguo de un vasto auditórium apenas concurrido.
La charla de los expositores no tenía interés, en realidad, solo le importaba al ego de los panelistas. Es increíble que alguien piense que su espontaneidad o los pensamientos que tuvo la noche anterior puedan ser interesantes para otros. Por ejemplo, la angustia de la profesora de matemáticas, atravesada por una crisis ética que no la dejaba dormir, era lejos más interesante.
La decisión que podía curar su insomnio era en extremo difícil pues consistía en renunciar al colegio subvencionado en el que daba clases y donde después de muchos esfuerzos había conseguido un puesto que le poporcionaba a su familia una relativa estabilidad económica. Para peor, le encantaban las matemáticas, enseñar y trabajar con adolescentes. Sabía que a través de las matemáticas podía abrirles un mundo. Era una tarea lenta, difícil, un desafío mayúsculo que se había puesto la esmirriada joven de anteojos y pelo negro largo.
Lamentablemente, en vez de ampliar los horizontes de sus alumnos, “haciéndolos pensar”, la joven debía trabajar para el SIMCE. Yo había leído varias veces sobre esta prueba que se aplica en todos los niveles y cuyos resultados actúan como un ranking de calidad de las escuelas y como una radiografía que año a año revela que la educación en Chile es pésima. Interesada por conocer un poco más, le pregunté en qué sentido una prueba ponía en jaque su ética.
La joven me contó entre susurros, no fuéramos a molestar al ego de los panelistas, que las autoridades de las escuelas consiguen las preguntas de las pruebas SIMCE (no quise preguntar de qué forma para no ahondar en su horror) y obligan a los profesores a enseñar, no los contenidos que desembocan en las preguntas, sino las respuestas correctas. Como algunos estudiantes captan de inmediato y otros sonmás lentos, para apresurar el proceso y que los más rápidos no se distraigan y los más lentos se equivoquen y luego bajen el promedio general del colegio, solo le resta enseñarles a memorizar las respuestas. “Eso es lo que me piden en la escuela: que mi enseñanza se limite a que los alumnos aprendan de memoria las respuestas a la prueba SIMCE”.
Si ella quisiera combatir la prohibición y pasar otros conocimientos, “hacerlos razonar”, estaría perjudicando a los alumnos, a la escuela, a todo el país, ya que los resultados del SIMCE contribuyen a la imagen de Chile y esto se relaciona directamente con la inversión extranjera, los préstamos del FMI, etc, etc.
La joven profesora llevaba dos años atravesada por este dilema ético; sentía que estaba engañando a los estudiantes y a sus padres. Tenía miedo que cuando su propia hija se diera cuenta de cómo funcionaban las escuelas, la considerara cómplice y ella no tendría cómo demostrar su inocencia. Cambiarse a otra escuela no tenía sentido, me dijo, porque en todas ocurría lo mismo. Lo único que le quedaba por hacer era enterrar su carrera de pedagogía y abrir un negocio. “El problema, me dijo, es que a pesar de mis conocimientos matemáticos, soy pésima para el comercio”.
La joven profesora había conversado de esto con sus colegas. Estando de acuerdo con ella en el diagnóstico, la situación no les parecía tan comprometida o no les impedía dormir por las noches. “Es así, qué le vamos a hacer”, le dijeron, pero ella volvía a su casa, preparaba la cena, acostaba a su hija, conversaba con su marido y, cuando llegaba a la cama, no podía dormir. Me contó que estaba pensando ir a un siquiatra para que le recetara píldoras. “Todos mis colegas toman alguna pastilla”, me dijo apesadumbrada.
Los débiles aplausos de una concurrencia que se había ido quedando dormida nos interrumpieron. Nunca supe qué decisión tomó.