Es sabido que tras perder un brazo o una pierna, la persona afectada continúa sintiendo su presencia en el lugar que ocupaba antes y que ahora está vacío o con una prótesis. Una pierna o un brazo son muy diferentes a un puesto de trabajo, pero en Villa Domínguez conocí a un hombre que me hizo preguntarme qué ocurre cuando nos quitan un puesto de trabajo que se ha encarnado en nosotros, ¿lo continuamos sintiendo a pesar de que ya no está?
Había pinchado la rueda de la bicicleta que me prestó la dueña del Viejo Manzano, un alojamiento rural en las afueras del pueblo, y me indicaron una vulcanización al comienzo de la calle principal. Un joven empleado le sacó la rueda y la trajo recauchada. A las dos cuadras estaba desinflada, regresé a la vulcanización y el dueño, después de menear la cabeza en señal de fastidio, decidió hacerlo él mismo.
Tras dos años de trabajos, estaban terminando de pavimentar el camino desde Villaguay, la ciudad más cercana. El pueblo esperaba que el camino traería visitantes, fábricas, buses, dinero, trabajo… todo lo que perdieron cuando el ex presidente Menem mandó a la quiebra a los trenes y a las industrias. El vulcanizador dudaba que esto fuera a ocurrir y lamentó que las autoridades no hubiesen tenido la deferencia de prolongar algunos metros el pavimento para emparejar la entrada al pueblo con su calle principal. El concreto terminaba abruptamente, dejando la civilización en suspenso.
Mientras conversábamos empecé a sentir un olor a fritura, ligeramente dulzón. Al comienzo de la calle San Martín había un destartalado Peugeot que alguna vez tuvo color, con un letrero: Tortas fritas Doña Pola. En la vereda, un hombre gordo con un delantal blanco freía sobre una hornilla y me acerqué a probar las tortas. El hombre abrió la billetera y me mostró la fotografía de la mujer que estaba junto a él. Llevaban 41 años casados y me sedujo su gesto de amor. Le pregunté si ella era Doña Pola. Me dijo que Pola era el nombre de su madre. Lo acompañaba su hijo mayor y un vecino; uno se recuperaba de una operación a la vesícula y el otro a una hernia inguinal, motivo por el cual lo estaban acompañando a vender tortas.
Al tortero todavía se le humedecían los ojos al contar la historia de las tortas Doña Pola. “Fue en el 1992, cuando me despidieron de Ferrocarriles”, lamentó, como si en vez de la vesícula o la hernia inguinal, le hubiesen arrancado un miembro que 12 años más tarde todavía era capaz de sentir. Mientras contaba los detalles de su despido, imaginé no su despertar al día siguiente, las cuentas sin pagar, los tres hijos que debía educar, el sillón, la televisión encendida desde la mañana a la noche, la ansiedad por comer, el ensanchamiento de su cuerpo, la pesadez, la pérdida del respeto, el espejo ante el que ya no se afeitaba, sino el timbre con su nombre, las felicitaciones por el trabajo bien hecho, el reconocimiento de los vecinos, la posibilidad de opinar y de ingerir a en las cosas del mundo, las historias que contaba en el almacén… Aquel hombre no solo había perdido su empleo, sino su lugar en el mundo, parte de su identidad.
Una tarde le dijo a su mujer que quería comer algo dulce. Ya había engordado. “Prepáralo tú”, contestó ella. El hombre se acordó de las tortas que le preparaba su madre y la llamó para pedirle la receta. Su mujer las encontró ricas y se le ocurrió salir a venderlas, volvió con las manos vacías y billetes en su bolsillo. Cuando resultaron demasiadas para ir a pie, el tortero pintó el letrero en el Peugeot que yacía abandonado desde que no lo necesitó para ir al trabajo. Un poco después de que fuera despedido, quebró la Cooperativa del pueblo. El local terminó por caerse a pedazos. El tortero ubico junto a los restos, su negocio de tortas fritas.
Cuando los vecinos quieren comer algo dulce, ya saben dónde encontrarlo. No sé cuánto gana al mes, pero de esto vive. Da la impresión de un naufrago que fue rescatado por un barco cuando pensaba que ya nadie iría por él. Y aunque está de vuelta en tierra firme, rodeado por sus hijos y amigos, no ha olvidado que en cualquier momento podría volver a naufragar. El conocimiento de su fragilidad y de la fragilidad de la vida le ha quedado grabado en la piel.
Como él, también hemos perdido nuestros empleos. Ahora vendemos tortas, peinados para perros, seguros, sushis a la salida del metro, completos en un carrito o columnas como esta. ¿Y nuestro lugar en el mundo?