Samuel Langhorne Clemens (1835-1910), conocido como Mark Twain, es autor de las novelas Príncipe y mendigo y Un yanqui en la corte del rey Arturo, entre otras, aunque se lo recuerda principalmente por Las aventuras de Tom Sawyer y Las aventuras de Huckleberry Finn. Ernest Hemingway dijo: “La literatura estadounidense nace en Twain. No había nada antes. No ha habido nada igual de bueno desde entonces”.
“El cuento del niño malo”, escrito en 1865, ironiza sobre los cuentos ejemplares presentados en los libros de las escuelas dominicales pero constituye, en última instancia, una reflexión acerca de la moral, un tema que sobrevuela la totalidad de su obra.
El cuento del niño malo
Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim; aunque, si se fijan en sus libros de escuela dominical, notarán que los niños malos se llaman casi siempre James. Era extraño, y sin embargo cierto, que este se llamaba Jim.
Tampoco tenía una madre enferma, una madre piadosa y tísica, que yacería con gusto en su tumba y descansaría al fin, si no fuera por el intenso amor que le prodigaba a su hijo, y por la angustia de que el mundo fuera duro y cruel con él cuando ella se hubiera ido. La mayoría de los chicos malos en los libros de las escuelas dominicales se llaman James y tienen madres enfermas que les enseñan a decir: “Ahora me voy a acostar”, etcétera, y les arrullan con voz dulce y plañidera, y les dan un beso de las buenas noches, y se arrodillan al costado de sus camas y sollozan. Con este ocurría todo lo contrario. Se llamaba Jim y no pasaba nada malo con su madre, no tenía tisis ni nada por el estilo. Era más bien robusta y no era piadosa y no estaba preocupada por Jim. Decía que si él se rompía la cabeza, no iba a perderse gran cosa. Lo azotaba para mandarlo a dormir, y jamás lo besaba para darle las buenas noches. Al contrario, le pegaba en las orejas antes de dejarlo acostado.
Una vez, este niño malo robó la llave de la despensa, se coló en ella y se comió un poco de mermelada, y rellenó el frasco con alquitrán para que su madre no notara la diferencia; pero no lo asaltó de pronto un terrible remordimiento, ni una voz que le susurrara: “¿Es correcto desobedecer así a mi madre? ¿No es un pecado hacer esto? ¿Adónde van a parar los niños malos que engullen la mermelada de su buena madre?”. Y luego no se arrodilló a solas, ni prometió hacer nunca más una maldad así, ni se levantó con el corazón liviano y feliz y fue a contarle a su madre acerca de esto, ni fue bendecido por ella con lágrimas de orgullo y agradecimiento en sus ojos. No; eso es lo que sucede con los otros niños malos en los libros, pero por extraño que parezca, sucedió de otra manera con este Jim. Se comió aquella mermelada y, en su forma de hablar vulgar y pecaminosa, dijo que estaba estupenda, y después rellenó el frasco con alquitrán, y dijo que aquello también era estupendo, y se largó a reír pensando que “cuando la vieja lo descubra va a poner el grito en el cielo”; y cuando la madre lo descubrió, él negó saber absolutamente nada del asunto, y ella le dio una fuerte paliza y él se dedicó a llorar. Todo en este chico era curioso; todo resultaba distinto a lo que les sucedía a los James malos de los libros.
En otra ocasión se subió a los manzanos del granjero Acorn para robar manzanas, y no se quebró ninguna rama, haciéndole caer y romperse el brazo, ni tampoco fue atacado por el enorme perro del granjero y tuvo que quedarse en cama durante semanas, con tiempo de arrepentirse y volverse bueno. Ah, no; robó tantas manzanas como quiso y bajó de los árboles sin ningún problema; y también estuvo preparado para enfrentarse al perro, y en cuanto lo vio venir para echársele encima, le pegó un ladrillazo. Era muy extraño: nada parecido ocurría en aquellos libritos de cubiertas veteadas como mármol, con dibujos de hombres en levitas, sombreros de copas y pantalones hasta las rodillas, y mujeres con vestidos de talles justo por debajo de los brazos y sin miriñaques. No había nada parecido en ninguno de los libros de la escuela dominical.
Una vez robó el cortaplumas del profesor, y cuando tuvo miedo de que lo descubrieran y lo azotaran, lo deslizó adentro de la gorra de George Wilson… el hijo de la pobre viuda de Wilson, el chico intachable, el niño bueno del pueblo, que siempre obedecía a su madre, que nunca decía una mentira, que era muy estudioso y al que le encantaba la escuela dominical. Y cuando el cortaplumas se cayó de la gorra y el pobre George agachó la cabeza y se ruborizó, como tomando conciencia de su culpa, y cuando el profesor ofendido lo acusó del robo, y estaba a punto de dejar caer la vara de castigo sobre sus hombros temblorosos, no apareció de repente ningún improbable juez de paz co el pelo blanco que se interpusiera y, con actitud ecuánime, dijera: “No castiguen a este noble muchacho… ¡ahí tienen al culpable que se esconde! Pasaba por la puerta de la escuela y, sin que me viera, vi cómo cometía el robo”. Ni tampoco Jim fue expuesto a la vergüenza general, ni el venerable juez dirigió ningún sermón a toda la escuela bañada en lágrimas, ni tomó a George de la mano diciendo que aquel muchacho era digno de elogio, y luego le pidió que se fuera a vivir con él para barrer su despacho, encender el fuego, hacer recados, cortar leña, estudiar leyes y ayudar a su mujer en las tareas domésticas, y tener todo el tiempo restante para jugar, ganar cuarenta centavos al mes y ser feliz. No; así hubiera ocurrido en los libros, pero no pasó de esa manera con Jim. No hubo ningún juez vejete y entrometido que pasara por ahí y montara ningún escándalo, y así George, el niño modélico, recibió una paliza, y Jim se alegró porque, como saben, odiaba a los niños ejemplares. Jim solía decir de ellos: “Abajo con esos nenes de mamá”. Tal era el lenguaje grosero de este niño malo y mal educado.
Pero lo más extraño que le ocurrió a Jim fue aquella vez que salió en barca en domingo y no se ahogó, y aquella vez en que se vio sorprendido por la tormenta mientras pescaba en domingo y no fue alcanzado por el rayo. Pueden ustedes consultar una y otra vez los libros de la escuela dominical, desde ahora hasta la próxima Navidad, que jamás encontrarán nada parecido. Ah, no; encontrarán que todos los niños malos que salen en barca un domingo invariablemente se ahogan, y que todos los niños malos que son sorprendidos por la tormenta mientras pescan en domingo terminan infaliblemente alcanzados por un rayo. Los botes en que los niños malos salen en domingo terminan siempre naufragando, y siempre hay tormenta cuando los niños malos van a pescar ese día. Cómo logró escapar Jim a todo eso, es para mí un misterio.
La vida de Jim era objeto de un encantamiento. Esa tenía que ser la explicación. Nada podía dañarlo. Llegó al extremo de darle una tableta de tabaco al elefante del zoológico sin que le golpeara la cabeza con la trompa. En la despensa buscó aceite de hierbabuena, y no se equivocó y bebió aguarrás. Robó la escopeta de su padre para salir a cazar en feriado, y no se arrancó tres o cuatro dedos de un disparo. Un día que estaba furioso golpeó a su hermanita con el puño en las sienes, y esta no pasó largos días de verano postrada en cama, sufriendo, ni murió con dulces palabras de perdón en sus labios que redoblaran la angustia del corazón destrozado de Jim. No, la niña lo soportó bien. Al final se escapó y se hizo a la mar, y al regresar no se encontró triste y solo en el mundo, con los seres queridos reposando en el sillencioso cementerio y el emparrado hogar de su infancia desolado y en ruinas. Ah,no; regresó a casa borracho como una cuba, y lo primero que vio fue el destacamento de policía la que lo llevaron.
Y creció y se casó, y fundó una familia numerosa, y una noche les partió a todos la cabeza con un hacha, y se enriqueció con toda clase de canalladas y fraudes; y ahora es el rufián más perverso y diabólico de su pueblo natal, es universalmente respetado y forma parte de la legislatura.
Así es que, como ven, nunca hubo uno de esos James malos de los libros de escuela dominical que tuviera una suerte tan prodigiosa como la de este pecador Jim con su encantadora vida.
Traducción: Sebastián Robles