Por Sebastián Robles
Aunque la filosofía de Arthur Schopenhauer (1788-1860) se inscribe en el idealismo kantiano, suele acentuarse el carácter pesimista de su obra. Tanto el idealismo como el pesimismo son, al fin y al cabo, dos caras de una misma moneda. Mientras que Kant se ocupó de sentar las bases del idealismo, Schopenhauer (de enorme influencia en la literatura y la filosofía posterior, de Nietzsche y Tolstoi a Borges y Cioran, entre muchos otros), extremaba las consecuencias de esta corriente de pensamiento. En su obra principal, El mundo como voluntad y representación, explicita su metafísica. Sin embargo, en su momento, la obra más difundida de Schopenhauer fue Parerga y Paralipómena, una colección de escritos y aforismos sobre los más diversos temas, donde pueden apreciarse las aristas de su pensamiento. A continuación, un fragmento dedicado a los libros y a la lectura.
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La biblioteca más rica, si está en desorden, no es tan útil como una biblioteca restringida, pero bien arreglada. De igual modo, la masa mayor de conocimientos, si no ha sido elaborada por el pensamiento original, vale mucho menos que una masa menor que uno ha asimilado abundamentemente. Únicamente combinando en todas sus fases lo que se sabe a través de otro, y comparando unas verdades con otras, se domina y entra en posesión del propio saber. No se profundiza sino aquello que se sabe y, como hay que aprender algo forzosamente, no se sabe sino aquello que se profundiza.
Ahora bien: uno puede aplicarse, con voluntad espontánea, a leer y aprender; pero no ocurre lo propio con el pensamiento. Este debe ser estimulado como el fuego por una corriente de aire y sostenido por un gran interés respecto al asunto en cuestión, que puede ser puramente objetivo o sólo subjetivo. El último caso se refiere de una manera exclusiva a las cosas que nos conciernen personalmente. El primero se aplica únicamente a los cerebros pensadores por naturaleza, a los cuales el pensamiento es tan natural como lo es la respiración; pero éstos son muy raros. La mayoría de los letrados no ofrecen tan envidiable ejemplo.
La diversidad de efecto ejercido sobre el espíritu, de una parte, por el pensamiento personal, y de otra, por la lectura, es asombrosamente grande, pues acrecienta de manera incesante la diversidad original de los cerebros, en virtud de la cual se ven unos inclinados a pensar y otros a leer. La lectura impone al espíritu pensamientos que son tan extraños y heterogéneos a la dirección y a la disposición en que se encuentra por el momento, como el sello al lacre sobre el cual imprime su marca. El espíritu sufre de este modo una completa violencia del exterior, y debe pensar tal o cual cosa hacia la cual no se siente atraído.
Por el contrario, el pensamiento personal sigue su propio impulso, tal como está determinado por el momento, o por las circunstancias exteriores, o por algún recuerdo. Las circunstancias perceptibles imprimen en el espíritu algo más que un simple pensamiento definido, como el que produce la lectura, dándole tan sólo la materia y la ocasión de pensar lo que está conforme a su naturaleza y a su disposición presente. Por consiguiente, leer mucho resta al espíritu mucha elasticidad, a manera del peso que gravita constantemente sobre un resorte, y el medio más seguro de no tener ninguna idea propia, es tomar un libro en la mano cuando se dispone de un minuto. He aquí la razón por la cual el saber hace a la mayoría de los hombres todavía más estúpidos de lo que son por naturaleza, y priva a sus escritos de todo éxito, sucediéndoles lo que ha dicho Pope:
For ever reading, never to be read.
Dunciade, III, 194.
Los letrados son los que han leído los libros; pero los pensadores, los genios, los que alumbran la humanidad y los trabajadores de la raza humana, son los que han leído directamente el libro del universo.
Traducción: Sebastián Robles