Por Cynthia Rimsky
Mi padre siempre insistió en que la vida da muchas vueltas. Nunca entendí que quería decir; cuando me sonaba a presagio, me sentía tentada a dejar de estudiar o trabajar porque la vida, en una vuelta, se encargaría de regalarme lo que tanto me costaba. Otras veces me sonaba a maldición y temía que una vuelta me arrebatara lo que quería. Pensándolo bien, creo que mi padre buscaba consuelo en la rueda de la fortuna cuando algún colega exitoso fanfarroneaba delante suyo y él no hallaba cómo validar que seguía atendiendo pacientes en un barrio popular.
Intrigada por su recuerdo, salí a caminar y me encontré con una calesita. En muchas plazas bonaerenses, un pequeño empresario ha instalado, tras una horrible reja, una calesita y una oficina en la que venden los boletos. Cuando llegué, daban vueltas los autitos, los caballos, una jirafa, una foca con una pelota en la boca, un cisne, Tribilín, un helicóptero, un tren, un león, un ciervo, un elefante, un jeep, pero fueron los caballos, con su trote distinguido y penosamente congelado, quienes acapararon mi mirada.
El ayudante del cobrador se acercó a un poste del que colgaba, por medio de una cadena, un palitroque de madera con una abertura, donde insertó una anilla de metal. El hombre alargaba y escondía el palitroque, los niños y niñas intentaban jalar de la anilla y, cuando estaban por conseguirlo, el ayudante escondía el palitroque con un hábil movimiento de su mano. Había niñas y niños a los que, en vez de acercarles el palitroque, les daba la mano y reía. El niño o niña que conseguía la anilla, ganaba una vuelta gratis.
A medida que la calesita se fue llenando, el ayudante duplicó las anillas pero conseguirlas se hizo más difícil. Los niños y niñas estaban tan concentrados en el juego que olvidaron a los animales, los autitos, los helicópteros. Solo los más pequeños continuaban aferrados al cuello del caballo o de la jirafa. Ni por una anilla de oro se hubiesen soltado de lo único sólido que había a la redonda.
Los ganadores levantaban la anilla y llamaban a sus padres, parecían haber obtenido una Copa. Una niña cruzó sus manos vacías y no volvió a disfrutar del paseo. Dos hermanos comenzaron a pelear; aunque él obtuvo la anilla, la hermana celebraba habérsela quitado. Una niña, convencida de su mala suerte, miraba el juego de lejos. Otro acusaba al ayudante a su padre por hacer trampas. Y un niño tímido guardó silencio con una sonrisa de complicidad.
En cada vuelta los niños y niñas se cercioraban si sus padres seguían adonde los habían dejado y si los estaban viendo montar, conducir, pilotear. Algunos tenían claro su gusto y corrían hacia su animal o vehículo preferido. Otros tenían dificultades para decidir, probaban varios y como la calesita comenzaba a andar se veían obligados a montarse en cualquiera. Cuando se empezó a llenar, hubo algunos que tuvieron que compartir de mala gana un mismo vehículo, menos mal existían dos manubrios y pudieron tomar la misma ruta en direcciones opuestas.
En la segunda plaza que me topé, encontré otra. Esta tenía luces que se prendían y apagaban, simples ampolletas de 40 watts, y las canciones infantiles que salían por los oxidados parlantes sonaban “modernas”. Me pregunté en qué consistía la entretención. La velocidad y el movimiento eran uniformes. Los manubrios casi no giraban y era prácticamente imposible confundir a aquellos animales de metal con verdaderos, ni las rejas con un entorno natural o salvaje. Observé largamente las caritas que insistían en dar una vuelta más aunque sus padres insistían en que era suficiente. Una niña de pelo largo comenzó a gritar: otra, otra, como cada vez que la vuelta llegaba a su fin.
Después que los más inquietos intentaban girar el manubrio fijo y apretar botones de mentira, la mayoría se calmaba; como si el aburrimiento hubiese anidado en ellos y ellos hubiesen aceptado que la vida es dar siempre la misma vuelta alrededor de un eje forrado con ampolletas de 40 watts y de una misma canción; como si supieran que la vuelta llegará a su fin y habrá que insistir para lograr otra o resignarse a la promesa de que en un tiempo lejano volverá a repetirse.
Transgrediendo el cartel que prohibe subir a los adultos, compré un boleto y me encaramé a la calesita. Comencé a experimentar un agradable mareo, mi cuerpo se balanceaba al igual que mis pensamientos, pasaban los padres, las rejas, los árboles, la calle que regresaba a casa y la que conducía a la cita a la que llegaría tarde, la calle donde estaba la consulta popular y la que llevaba al centro médico, no había nada qué hacer ni para qué hacerlo, embriagada por esas vueltas que no conducían a ninguna parte, ni arriba ni abajo, perdí la orientación hasta que la calesita se detuvo y me sorprendí buscando monedas para otra vuelta.