Ilustración: Robert Crumb
Otro ejemplo de la utilización del recurso del extrañamiento en la obra de Franz Kafka. En este caso, el cuento “El vecino”, escrito aparentemente en 1917 y publicado por primera vez en 1931, con edición de Max Brod, tras la muerte de Kafka.
El vecino
El negocio descansa por completo sobre mis hombros.
Dos señoritas con sus máquinas de escribir y sus libros comerciales en la antesala, y una mesa de reuniones, caja, butaca y teléfono constituyen todo mi aparato de trabajo. Tan simple para supervisar, tan fácil de dirigir. Soy muy joven y los negocios se acumulan a mis pies. No me quejo, no me quejo.
Desde Año Nuevo un joven ha alquilado sin vacilar la habitación contigua, pequeña y desocupada, que por tanto tiempo titubeé, con torpeza, en alquilar. Se trata de un cuarto con antecámara y cocina. Hubiese podido utilizar el cuarto y la antecámara —mis dos empleadas se han sentido más de una vez recargadas en sus tareas—, pero ¿para qué me habría servido la cocina? Esta pequeña vacilación fue causa de que me dejara quitar la habitación. En ella está instalado ese joven. Se llama Harras. A ciencia cierta no sé lo que hace allí. Sobre la puerta dice: “Harras oficina”. Pedí informes, me dijeron que se trataría de un negocio similar al mío. En realidad, no es el caso dificultarle el otorgamiento de créditos, pues se trata de un hombre joven con aspiraciones, cuyas actividades tienen quizás porvenir, pero no se podría, sin embargo, aconsejar que se le otorgue crédito, pues actualmente, según todos los informes, carece de fondos. Es decir, el informe que se da por lo común cuando no se sabe nada.
A veces encuentro a Harras en la escalera, debe de tener siempre una prisa extraordinaria, porque prácticamente se escabulle de mí. Ni siquiera lo he visto bien aún, y ya tiene lista en la mano la llave del escritorio. Al momento abre la puerta, y antes de que lo observe bien ya se deslizó hacia adentro como la cola de una rata y heme aquí otra vez ante el cartel “Marras, oficina”, que he leído muchas más veces de lo que merece.
La miserable delgadez de las paredes, que denuncian al hombre eternamente activo, ocultan sin embargo al poco honrado. El teléfono está en la pared que me separa del cuarto de mi vecino.
No obstante, lo destaco tan sólo como algo particularmente irónico. Aun cuando colgara de la pared opuesta, se oiría todo desde la habitación vecina. Me he quitado la costumbre de pronunciar por teléfono el nombre de los clientes. Pero no se necesita mucha astucia para adivinar los nombres a través de característicos pero inevitables giros de la conversación. A veces, aguijoneando por la inquietud, bailoteo en torno al aparato, con el receptor en el oído, pero no puedo impedir que se filtren secretos.
Por supuesto, las resoluciones de carácter comercial se vuelven así inseguras y mi voz tiembla ¿Qué hace Harras mientras telefoneo? Si quisiera exagerar —lo que es preciso hacer con frecuencia para ver claro—, podría decir: Harras no necesita teléfono, utiliza el mío; ha arrimado el sofá a la pared y escucha; yo, en cambio, cuando llama el teléfono debo atender, tomar nota de los deseos de los clientes, adoptar resoluciones, sostener conversaciones de grandes proyecciones, pero, ante todo, proporcionar a Harras informes involuntarios a través de la pared.
A lo mejor ni siquiera aguarda que termine la conversación, sino que se levanta cuando se informa suficientemente sobre el caso, y se lanza, según su costumbre, a través de la ciudad. Antes de que yo haya colgado el tuvo, él está trabajando ya en mi contra.
Traducción: Sebastián Robles