Por Cynthia Rimsky
La dueña de la casita de Bilbao puso como condición que debía ir a dejarle el dinero del alquiler en billetes a su casa. La primera vez demoré horas en encontrar la calle. En el lugar donde el plano decía que estaba, no existía y es que en Macul las calles se vuelven caprichosas y cuando una perpendicular las corta, se niegan a ser las mismas del otro lado y hay que buscarlas una cuadra más arriba o más abajo; las que se dan más importancia cambian de dirección y, en vez de correr hacia el norte, escapan al poniente.
La calle que perseguía se transformó en un pasaje cerrado y en una plazoleta. Búsqueda o azar, la casa de la dueña estaba al fondo, igual que la que me arrendaba en el cité de Bilbao. En la época de su construcción –seguro por una Caja de Empleados Particulares- debieron ser todas iguales, sin antejardín, pareadas, con dos pisos, la fachada como las que dibujan los niños, con una ventana a cada lado de la puerta. Cuando los propietarios originales murieron, los hijos alquilaron o vendieron y los nuevos, considerando inseguro vivir sin una protección entre la calle y la casa, la convirtieron en un pasaje privado. Una vez seguros, procedieron a modificar las casas para que parezcan modernas.
La vivienda de mi arrendadora era de las pocas que se mantenían iguales. Desprovistas de falsas ornamentaciones, parecían parientes pobres a quienes se cede el cuartito del fondo. El olor a encierro me recordó el de ciertas modistas que visitaba mi madre en los años 80 en el barrio de Vivaceta y, a pesar de que entraba la misma luz que en las casas vecinas, allí escogió guarecerse la penumbra ahuyentada por las remodelaciones.
La bandeja en la que traía las tazas con sus platillos y cucharillas se balanceaba hacia los lados, arriba y abajo golpeaban las tazas sus asentaderas. Hice como que esperaba con naturalidad a que mi taza llegara tropezando a la mesa. A último momento me anticipe a cogerla al vuelo. Recordé la época en la que estuvo de moda empapelar las paredes con Decomural. A pesar de que las puntas y las junturas de las tiras de papel floreado estaban despegadas, se notaba, como capas geológicas, que sus habitantes tuvieron épocas florecientes y que, por un desastre natural o íntimo, la última época se congeló súbitamente.
La mujer me contó que su marido había fallecido y que su único medio de subsistencia era el alquiler de la casita de Bilbao. Su situación era tan precaria que usó una bolsita de té para las dos tazas. Yo también hago lo mismo en mi casa porque me gusta clarito pero cuando vienen personas desconocidas me da pudor y coloco la caja completa para que cada quien se sirva. La señora había perdido el pudor.
Meses después comprendí que su deseo de recibir el dinero del alquiler en su casa no obedecía a su necesidad de conversar con alguien, sino a que un hijo, a quien no podía echar, estaba viviendo con ella y le quitaba el dinero que ingresaba a su cuenta. La mujer ocultaba al hijo los miserables billetes que le iba a dejar una vez al mes y era el temor a que los billetes no alcanzaran, era la cuenta exhaustiva de las bolsitas de té, de las piezas de pan y de los granos de arroz, lo que provocaba su temblor.