Por Cynthia Rimsky
En Ciudad de México me sorprendió que todavía existieran calles de los oficios. Ahora que he decido comprar en el comercio detallista, descubro que también aquí en Santiago existen calles especializadas. El lunes por la mañana cruzo Patronato, la Vega, en las cercanías de Independencia encuentro un enhebra agujas y un contenedor plástico circular que gira para dejar salir las agujas, como en mi infancia. En las cerámicas ahorro 3 mil pesos.
Al día siguiente paso por una antigua casa eléctrica en cuya vitrina siempre exhiben alguna excentricidad que me hace preguntarme quién puede comprar eso. La respuesta la encuentro adentro. Un rockero ácido, de pelo largo y aspecto huraño, pide dos mini paneles solares porque su hija debe hacer una tarea y él vino hasta acá para agregarle dos farolitos.
El bus se va por San Francisco. Hace seis años un maestro me instaló en el lavaplatos una llave que, al lavar la loza, escurre el agua al piso. Compré otra llave y no hubo ningún cambio porque empotraron la cañería demasiado alto la primera vez y bajarlas cuesta un dineral. Hace unos días se me ocurrió entrar a uno de los locales que venden repuestos para electrodomésticos antiguos que alguna gente no desea cambiar por otros nuevos. Son tiendas polvorientas, abarrotadas de pequeñas piezas de bronce o metal, nada de plástico. Expliqué mi problema a la vendedora y ella me dijo: un aspersor. ¡Eso era todo!, pero a ningún maestro se le ocurrió porque también compran en los retails y allí no venden estas piezas. Junto a los locales hay gran variedad de fuentes de soda. Seguramente los maestros, cuando vienen a comprar, se pasan a comer un sándwich. El apetito de los maestros atrajo el arte de los sandwicheros.
En Franklin compro un basurero 2 mil pesos más barato. Sobre las planchas de los locales de comida del Persa se doran piezas enteras de lomos de cerdo y en los sándwiches nada de laminas de carne, grandes y jugosos trozos a 1 mil 800 pesos. En una esquina está la fuente de soda Huichipirichi y, en la opuesta, la Sacapica; me río, es lo que le estoy haciendo al retail.
En las maderas me ahorro 6 mil 500 pesos. El vendedor, arrellanado en un mullido asiento que debe ocupar hace años, me dice que él también se dio cuenta de lo mismo que yo. Un padre joven trae con él a su pequeña hija. En un momento la toma en brazos, la niña se pega a él y lo abraza, recuerdo lo que sentía cuando mi padre me subía en sus brazos, la sensación de estar mirando el mundo desde la altura de un adulto. El empleado que corta las maderas, las envuelve con un cordelito -había olvidado esos nudos, verdaderas obras de arte, que han sido reemplazados por el scotch- y tiene la amabilidad de esperar conmigo en la vereda a que pase un taxi.
El taxista me cuenta que esa barraca tiene muchísimos años en el barrio, me cuenta que él trabajaba en una gran fábrica de confecciones, que su patrón fue un padre adoptivo para él, pero los verdaderos hijos del hombre hicieron quebrar la fábrica. “El patrón era un hombre austero, lo que ganaba lo repartía, en cambio, ellos se daban una vida de puros lujos, tenían una casa allá arriba con un elevador para bajar el auto, y nos querían pagar sueldos de hambre, al final quebraron. Yo, con la indemnización me compré tres taxis y ahora tengo más plata que ellos. En el funeral de mi patrón se acercaron a ofrecerme lo que yo quisiera para reabrir la fábrica, les dije que no. A veces pienso que con la plata que tengo podría comprarla y darles trabajo”, concluye. No sé si su historia es verdadera, pero suena real.
Por la tarde busco los artículos eléctricos en la calle San Pablo. Preguntando, preguntando, pasado Morandé, llego a una excéntrica tienda que vende lámparas antiguas recicladas; en un espacio de cuatro por cuatro metros, Maggie armó un verdadero persa de lámparas. Encuentro en una caja de cachureos dos preciosas bases, a las que ella agrega dos pantallas, por diez mil pesos, la mitad del valor de esas lámparas chinas del retail.
Todavía me falta la cama nido. Llamo por teléfono y me atiende un señor de edad. Le pregunto por sus precios. El hombre insiste en que primero debo ir a verlas. Me extraña que no quiera darme el valor de la cama e insisto. El carpintero, acorralado, me da un valor que es casi el doble del retail. Con voz lastimera agrega: tiene que venir verlas señorita, estoy seguro que le van a gustar, sé que son más caras que en las multitiendas, pero esas no le duran un año, están hechas con madera verde, pegamento de mala calidad, en cambio, las mías están hechas por mis manos con madera seca de la mejor, puede pagarme a crédito, no me importa, me ruega.
El ruego desesperado de la sabiduría del carpintero es lo que produce el retail.