Verónica Selva es egresada de Casa de Letras. Conversamos con ella acerca de “El abuelo”, el cuento que leyó durante el evento “Luz de agosto”, el 30 de julio de 2014 en el Club Cultural Matienzo.
¿Cómo fue el proceso de escritura del cuento?
Este cuento, particularmente, salió de un solo intento. Es raro, porque siempre suelo escribir cuentos largos, de más de siete páginas, que necesitan descansos, interrupciones y correcciones.
Este salió de un tiro a partir de una consigna en Casa de letras. Estaba cursando el nivel 3 en el año 2012, y Gabriela Bejerman sugirió que escribiéramos algo que tuviera que ver con “un deseo cumplido”. A mí, que me gustan los personajes oscuros, bizarros, caricaturescos, se me ocurrió este abuelo un tanto desagradable, y una historia de un niño de diez años que, entre otras cosas, una noche desea algo con mucha fuerza. Un deseo que tiene que ver con el desenlace del cuento. Si bien es una historia trágica, al ser contada por un narrador que le imprime un tono humorístico, despierta en el lector algunas risas incómodas.
¿Era la primera vez que leías en público?
No, aunque estaba nerviosa de todas formas. Por mi profesión de psicoanalista leí varias veces, lecturas más técnicas o clínicas. Pero un cuento de mi autoría era la segunda vez. La primera fue en Alejandría , cuando gané el segundo premio Alejandría 2011 de Cuento Breve.
¿Cómo fue la experiencia?
Descontracturada, linda. Aunque el foco que me enceguecía me alejaba del contacto con el público. Me gusta verlos porque me orienta, su reacción me indica si va gustando o no. Cuando bajé mis conocidos me dijeron que se rieron mucho en algunas partes del cuento, y eso me tranquilizó. Era lo que estaba esperando.
El abuelo
“A que no te animás a pasar ahora”, me decía mi primo cada vez que el abuelo Pepe se dormía. Obvio que no me animaba. Siempre estaba la posibilidad de que se despertara justo en ese momento, pasando hacia el baño. No sé por qué lo ponían ahí. No sé por qué, habiendo tantos lugares en la casa, tenían que ubicar la silla en el pasillo que iba hacia el baño.
“Dale boludo, no te vas a mear encima, ¿no?”, me decía mi primo. Y sí, era capaz de mearme encima con tal de no pasarle cerca. Si el viejo lograba cazarte del brazo, te apretaba con tanta fuerza que era inútil intentar escapar, y yo prefería ser devorado por una mantis religiosa que caer en sus manos. Pepe tenía ochenta y cinco años cuando yo tenía diez. Era el abuelo de mi primo y vivía con él. No era sólo el olor de sus axilas ni su aliento rancio, era esa capacidad de incomodar al otro con su presencia de lisiado.
En la casa era un fastidio, especialmente para mi tía, que se había quedado con él como única herencia de su marido. Él ordenaba desde su trono y todos obedecían. Mi primo también, aunque él había sabido transformar su malestar en un genuino humor negro que lo salvaba de las torturas de la convivencia.
“¿Querés ver cómo empieza a babearse el hombro cuando le saco la dentadura?”, decía mi primo cada vez que el abuelo se quedaba dormido con la boca abierta. Yo no quería ver ninguna baba. Me alcanzaba con la pasta blanca que se le formaba en la comisura de los labios cuando se ponía a gritar. Mi primo aprovechaba el espectáculo y me proponía una apuesta:
“A que no adivinás en qué labio se va a depositar la pastita como un grumo”. No, la verdad es que no adivinaba.
Yo amaba a mi primo y me divertía con él como con nadie, pero he llegado a inventar algún dolor de panza para no ir a la casa. No era sólo por el pánico que me paralizaba frente a las fauces inmundas del abuelo Pepe, era también el asco, y una tristeza que no puedo explicar.
La noche anterior al cumpleaños de mi primo yo recé por primera vez. No sé cómo ni a quién pero sé que junté las manos mirando hacia el techo de mi habitación. Eran tantas las ganas de ir a la fiesta. Anunciaban mago para los más chiquitos, cosas ricas y partidito de futbol con los vecinos de la esquina. No podía fallar. El único problema era esa presencia nauseabunda clavada en el pasillo que iba hacia el baño. Deseé con tantas fuerzas que el abuelo Pepe no estuviera. Cerré los ojos y pedí por favor, muchas veces. “Por favor, que desaparezca, por favor”. Cerré los ojos con fuerza, apreté las manos y dirigí los ruegos al techo de mi habitación: “por favor, que desaparezca, por favor”. Y así me quedé dormido.
Mi primo cumplía trece años. Y entre todas las cualidades que lo convertían en un héroe, la edad se volvía una más. Con trece años y empezando la secundaria, comenzaba una vida más allá de mi. Creo que ese pensamiento me generó una melancolía que sólo hoy interpreto, eso y el hecho de que mi vieja ese día decidió ponerme pantalón largo de corderoy y hacerme un peinado engominado: “Parecés un hombre”, me dijo, y me puso un poco de perfume de mi papá detrás de las orejas.
Entré a la fiesta con decisión y con un par de guantes de boxeo que yo había elegido como regalo para mi primo. Los llevaba en una caja cuadrada con un moño gigante. Dorado. Recuerdo que mi primo me dio un abrazo fuerte cuando los vio, y que se fue corriendo a su habitación a guardarlos. En ese momento, un grito me sacó de aquella escena: “¡Quiero ir al baño, mujer!, ¡dónde mierda te metiste!, ¡que me hago pis encima!”. Mi tía corrió y se llevó la silla de ruedas. Mi vieja se sacó el sobretodo y se puso a ayudar en la cocina. Yo me quedé parado mirando el pasillo. Todavía tenía la campera puesta. Una mano en la cabeza me rescató: “¿Qué te pusieron en el pelo?, me dijo de pronto mi primo, “dale, boludo, qué hacés ahí parado, vení que falta uno”, dijo, y me mostró la pelota.
Nos llamaron un rato después cuando llegó el momento de la torta. Volvimos corriendo. Mi cabeza parecía la de un carpincho entre el sudor y la gomina, y mi pantalón tenía un agujero en cada rodilla por el tacle que me había hecho el gordo Funes impidiendo que me inmortalizara entre los amigos de mi primo con un verdadero golazo. Ni en sueños me podría haber imaginado esa jugada. Atravesé la cancha en una ráfaga esquivando a tres, ubiqué la pelota en la zurda y a punto de clavarla en el ángulo sentí por detrás un pie que se me estampó en la canilla derecha. “¡Penal!, gritaron los de mi equipo, pero el pibe de anteojos que hacía de referí no estaba mirando. “Bien pibe”, me dijo mi primo dándome una palmada fuerte, de esas que se dan a los hombres, “así se hace”.
Suficiente para mí. Estaba feliz. Y al menos por un rato había logrado sacarme de la cabeza la imagen de mi tía sosteniéndole el miembro fláccido al abuelo Pepe en el baño.
Adentro estaba todo preparado. La mesa estaba vestida con un mantel blanco y estaba repleta de comida. En el centro, la torta. Adornada con confites de colores y coronada por un arco de futbol y una pelota de mazapán.
Creo que fue mi vieja la que prendió las velitas. Mi tía apagó las luces, y todos cantamos. Que los cumplas feliz, que los cumplas feliz y el abuelo Pepe, que no pudo esperar a la torta y estaba devorando una pata de pollo con las manos, empezó a toser y ahogarse en un espectáculo de escupidas y quejidos guturales. Que los cumplas, que los cumplas y el viejo, que no quiso esperar a que le trajeran un sanguchito de miga, soltó la pata de pollo y con sus manos engrasadas intentó alcanzar a alguien para que lo ayudara a respirar. Que los cumplas, que los cumplas, que los cumplas feliz y el tipo al fin se cayó de la silla mientras los compañeros de mi primo se miraban asombrados de que nadie corriera en su ayuda y de que se siguiera cortando la torta mientras el abuelo caía al piso echando espuma por la boca.