Por Cynthia Rimsky
La madre y su hijo se sientan al frente mío en el bus. El niño viene de la escuela, visteuniforme azul con una insignia en el bolsillo de la chaqueta. Su madre carga la mochila. Me pregunto si harán el mismo trayecto todos los días. Antes de salir de casa me señalaron el número de bus que debo coger, no así el nombre de la calle donde apearme y le pregunto a la madre. Por ella se que van como yo a San Isidro.
Tenemos 40 minutos por delante. Son las cinco de la tarde. El bus avanza despacio, con largas detenciones debido al tráfico. Pasamos delante de muchos comercios, heladerías, jugueterías, ninguno despierta la atención del niño. En su mochila debe llevar los restos del almuerzo. Hace unos días recordarmos con una amiga que conozco desde la enseñanza básica, nuestros termos; el olor que salía por la mañana desde la ollita en la que ponían a calentar los restos de comida de la noche anterior o cocinaban una chuleta, fideos con huevo, guiso. El olor duraba encerrado en la lonchera de metal hasta las 13:30. En esa época no había micro ondas, tampoco casino en el colegio. Cuando terminaba la colación, que tomábamos en la sala, el profesor jefe nos obligaba a abrir durante diez minutos las ventanas para dejar salir los aromas. Éramos 38 alumnos, 38 olores, 38 formas de alimentarse, 38 vidas.
La madre ha entregado al niño un paquete de galletas. Debió comprarlo en el kiosko junto a la escuela, de seguro el niño insistió y ella, sabiendo que el azúcar no es aconsejable para la dentadura, dudó, luego pensó en el largo trayecto que todavía falta para llegar a la casa y accedió. El niño enrosca el paquete para que no vaya a caerse una galleta con el movimiento de la micro y lo deja entre sus piernas y las de su madre. Coge una galleta y, con mucho cuidado, separa las dos redondelas. La crema de vainilla queda en una de ellas. El niño mira ambas y deja la que no tiene crema. Pasa su lengua una y otra vez hasta retirar totalmente la vainilla. Junta ambas redondelas y comienza a adelgazar la galleta hasta que deja un pequeño círculo que engulle satisfecho.
Con la siguiente galleta utiliza un método distinto. Aunque también la abre al medio, ataca primero la redondela sin crema y deja para el final la que tiene vainilla. Come lentamente, usando indistintamente los dientes y la lengua. La tercera galleta la deja cerrada. Con su lengua va humedeciendo los bordes que se desmigajan en su boca. Cuando llega a la crema, se detiene y comienza a morder de arriba a abajo.
En los asientos contiguos un señor, que parece académico, ocupa el mismo tiempo que el niño, en enviar y recibir mensajes de texto en su celular; una universitaria en estudiar el contenido de un cuaderno, una mujer con cartera en revisar su agenda, un joven en mirar por la ventana escuchando música por sus audífonos.
Estoy segura que las diferentes formas que tiene el niño de comer la galleta no produce variaciones en el sabor ¿o sí? Si bien no llego a los extremos del niño, también juego cuando como galletas, especialmente las de chocolate con crema de vainilla; me gusta ir por la crema y después humedecer con saliva el chocolate y roer los bordes hasta adelgazarlos. No soy la única. He sorprendido a mis amigos en sofisticados rituales. Por ejemplo, el café con leche. Una amiga recorta cuidadosamente la tostada para que quepa cómodamente en la boca de la taza, la embadurna con mantequilla, y procede a sumergirla diagonal en la leche, como una canoa.
De mi niñez recuerdo especialmente las loterías que se instalaban en los parques de entretenciones durante el verano. El premio mayor era una caja redonda de lata con dos niveles de surtidos de galletas separadas por una papel mantequilla. A cada galleta le correspondía una forma o varias formas de comerlas. Y qué decir de los chocolates. Hay veces en que recorto las orillas hasta dejar libre la almendra. Otras veces como los pedazos de chocolate y de almendra juntos.
Cuando me bajo del bus, el niño aún no termina de comer el paquete. Sus manos, la boca, el polerón, están llenos de migas y de pedacitos de crema. En la primera esquina encuentro un kiosko y compro un paquete de obleas; me demoro toda la cuadra en separar las tres capas y entonces comienzo a sacar la crema con la lengua. Las uno nuevamente y le doy un mordisco. Qué felicidad.