No me acuerdo de su nombre, lo busco en Internet. Como Ministro de Educación aparece con un par de menguados logros que el aparataje publicitario del gobierno de la época hizo aparecer como exitosos y ahora, tras la irrupción del movimiento estudiantil, se develan como pasos para entregar el lucro a manos privadas. Pero es otra la historia que quiero contar. Un documentalista amigo recibió el encargo de filmar un evento para el Ministerio y me contrató para reportear y escribir el guión. Él era concertacionista. Yo no.
En la primera entrevista que tuvimos con los organizadores me enteré que se trataba del evento participativo más importante de la historia. Habían convocado a estudiantes, apoderadas, sostenedores, directores, profesores, funcionarios del Ministerio e investigadores a analizar y buscar soluciones en conjunto para la educación escolar. A la salida, le dije a mi amigo que no les había creído. Él me recriminó que no le diera oportunidad a las cosas.
Llegamos cada uno por su lado al colegio. La organización recibió a los participantes con un café y una marraqueta con queso. Eran miles de personas que se levantaron un sábado temprano y abordaron uno o dos buses para venir a contar su experiencia. De punta en blanco los recibió con un discurso el Ministro. Prometió el oro y el moro, dijo que las conclusiones serían llevadas a la práctica, que en sus hombros descansaba la responsabilidad de mejorar la educación chilena, que venían grandes cambios. Como tenía acceso a la organización, lo escuché preguntar a qué hora terminaba el plenario y se comprometió a llegar diez minutos antes para recibir una copia de las conclusiones y el discurso final.
Los grupos, integrados por todos los estamentos, ocuparon las salas con su respectivo tema de discusión. Se llenaron todos los espacios del colegio, hasta el patio. Cada grupo tenía un moderador, un secretario que tomaba notas y un funcionario del Ministerio, grababa. Después de almorzar, se reunirían moderadores y secretarios de las comisiones que abordaron un mismo tema: por ejemplo, planes y programas, para aunar las propuestas. Porque a los grupos se les exigió que concluyeran con medidas concretas de solución.
A medida que visitaba los grupos y escuchaba la pasión con la que discutían, me fue entrando calor al corazón. Antes del almuerzo había vuelto a creer que las cosas podían cambiar. Era impresionante ver la cultura de participación; la riqueza de la discusión entre una dueña de casa y un investigador, entre un estudiante y un apoderado, entre un profesor y un sostenedor. Muchos de ellos confesaron, en las entrevistas, que al comienzo no le creyeron al Ministerio, pero ahora sí.
El almuerzo –pollo con arroz y ensalada- dio paso a reencuentros, nuevas amistades, discusiones políticas, una pichanga. Me paseé por los grupos que tenían la misión de convertir las discusiones ampliadas de la mañana en diez medidas concretas que pudieran mejorar la educación. Escuché todo tipo de ideas, desde pedir al Ministerio que comprepapel higiénico porque la dignidad de los estudiantes parte en los baños limpios, hasta cambios de programas, ideas interesantes, impecables porque venían de la experiencia y, en el camino, se enriquecían con la teoría.
Para la plenaria, los asistentes lucían cansados, acalorados, se habían levantado al alba y llevaban más de 8 horas con la misma ropa. El Ministro llegó con el pelo mojado y unnuevo traje, impecable. Prometió el oro y el moro, era un día trascendental para la educación chilena, venían grandes cambios, se comprometió a enviar un documento con las conclusiones al hogar de cada participante; en seis meses más habría otro encuentro para evaluar los cambios, dio las gracias, gracias y más gracias.
Mi amigo demoró meses en terminar el documental. El Ministerio tenía que discutir y no lo discutían, cuando lo discutieron, no les gustó la música. El documento impreso nunca llegó a los hogares, tampoco hubo un segundo encuentro y, si existió, no produjo cambios. Todavía alguien se debe burlar de los que contaron en sus escuelas y barrios cómo protagonizaron el mayor cambio de la educación chilena. Al Ministerio le fue mejor; puso el encuentro como un logro y tuvo cómo justificar el presupuesto. Las cientos de hojas de cuaderno donde la gente anotó sus ideas, deben haber caído en las manos de los cartoneros y, con suerte, llegaron a una máquina procesadora que fabrica papel higiénico, no para las escuelas, por cierto.