Por Cynthia Rimsky
Edith Wharton escribió la novela La edad de la inocencia en Nueva York en 1920. La historia se desarrolla en una clase semi aristócrata comercial que rinde culto al dinero y a la conservación del orden familiar y social. El hogar es el centro de la vida familiar y templo de una estricta observancia religiosa favorecedora de la templanza y contraria a las inclinaciones desordenadas. En este medio, se conocen el joven Archer y la condesa Olenska, europea, algunos años mayor que él.
Archer está comprometido en matrimonio con una muchacha virtuosa. La condesa Olenska representa los nuevos valores, europeos, liberales y emancipadores, que terminarán por imponerse en Estados Unidos. Archer se enamora no solo de la mujer sino de los nuevos aires que vienen a desordenar, a abrir un mundo que presiente claustrofóbico y que solo le reserva continuar los mismos pasos de su abuelo y de su padre, una vida cómoda, ordenada, sin sorpresas.
Pero seguir sus deseos implica luchar contra un mundo que parece inamovible. Cuando su pequeño mundo social se da cuenta de que se arriesga a perder a uno de sus jóvenes promisorios, cierra filas, impidiendo que el amor entre el joven y la condesa se realice. Archer acepta pasivamente ser separado de la condesa, se casa con la joven virtuosa, y sigue paso a paso el destino prefijado para él.
En la última escena del libro, la esposa de Archer ha muerto y el hijo de ambos, un joven moderno, criado con los nuevos valores que ya permean la sociedad nortamericana, sugiere a su padre que visiten juntos el salón donde la condesa Olenska recibe a artistas de su época. A último momento Archer decide no subir; contempla las luces del departamento de su amada desde una plaza y piensa: “Durante casi 30 años la vida de Madame Olenska había transcurrido en esa rica atmósfera… Pensó en los teatros a los que debió ir, en los cuadros que habrá contemplado, en la incesante agitación de ideas, curiosidades,imágenes… Los separaba más de media vida, y ella había pasado ese tiempo entre gente que él no conocía, que apenas podía imaginar, en condiciones que nunca entendería plenamente”.
El mundo ha cambiado. Su hijo le contó que va a casarse con una joven que no pertenece a su misma clase social; una joven emancipada, libre, con nuevas ideas. Archer se da cuenta que los motivos por los cuales él no se atrevió a vivir el amor que le dictaba su corazón, ya no existen. Peor aún, su renuncia al amor, a la libertad, a los sueños, vista con ojos actuales, como los de su hijo y su novia, no tiene sentido.
Recuerdo que cuando leí la novela por primera vez, lloré sin parar. No entendí por qué sentía tanta aflicción si mi vida era la antípoda de Archer. Yo sí seguía mi corazón y sí tenía el coraje para construir un camino diferente al de mis padres, sin embargo, la pérdida de Archer me remeció. Lo tomé como un aviso, como esas señales premonitorias que no se entienden hasta mucho tiempo después.
En las manifestaciones estudiantiles no solo se marcha y se grita, también se conoce gente. Lo mismo ocurría cuando participábamos en la lucha contra la dictadura. Esta apertura se terminó con la llegada de la Concertación. Cada uno se concentró en ganar espacios, asegurar contactos, éxito profesional y económico. El otro era visto como un enemigo que podía ganarnos el quién vive.
Las marchas han permitido que nos volvamos a reunir y a reconocer. En una de ellas conocí a un profesor universitario de matemáticas de unos 60 años. Marchaba junto a una profesora de literatura de su misma edad. Había algo en su forma de hablar, de moverse, en su vestimenta, que me hizo pensar que ambos fueron contrarios a la dictadura y hasta de izquierdas. En un momento quedamos cerca y escuché cómo él le decía a ella una frase breve pero rotunda que me hizo recordar a Archer, de pie ante el edificio de la Condesa Olenska, con la consciencia de que su renuncia no tuvo sentido, dando media vuelta para regresar a su hotel porque, a pesar de tener solo 57 años, “era demasiado tarde para los sueños de verano”. En ese momento escuché al profesor de matemáticas decir a su colega con un sentimiento tan poderoso como el de Archer: “Menos mal que no nos morimos sin haber visto esto”.