Por Cynthia Rimsky
Hace unos días levanté la vista y me encontré con los racimos de flores violetas del jacarandá que está en la esquina de Rosal con Lastarria. Al mirar aquel jacarandá me di cuenta que la calle Lastarria está llena de jacarandás floridos. Desde ese día, en todos los viajes a pié o en bus por la ciudad, busco si hay más y reparo en los alegres manchones violetas. En algunas calles, como Lastarria, sobre el pavimento se forma una tenue alfombra lila que hace aletear con su belleza el alma atribulada que tantas veces nos condiciona a mantener la vista gacha. Leo en Internet que jacarandoso (a) se usa para describir a una persona alegre, airosa, desenvuelta, graciosa, o bien, presumida.
La primera vez que percibí la existencia de un jacarandá fue de la mano de un antiguo amor que, a través de un amor anterior o de su propio conocimiento, había descubierto que florecían todos los años en noviembre. Como ya tenía experiencia, había ubicado los más hermosos ejemplares, grandes, macizos, con racimos colgantes de flores, como el que hay frente al Café Literario, en avenida Salvador o en Irarrázaval. Por mi parte, descubrí que, en un pasaje de la calle Huérfanos, entre Miraflores y Mac Iver, frente a un jacarandá, existía un restaurante francés, frecuentado por parejas clandestinas, que llevaba el nombre del árbol. “Eso no es nada”, me dijo entonces mi amor. Ya verás en diciembre como florecen los ceibos. Y me llevó de la mano, con los ojos cerrados, hasta la Biblioteca de Providencia. Tuve que levantar el cuello, de tan alto que era su retorcido tronco, para ver cómo se balanceaban con el viento de la tarde, sus flores rojas, el pavimento velado por una tela carmín.
Después me enteré que el ceibo es el árbol nacional de Argentina y crece en las riberas del Paraná y del Río de La Plata. Cuenta la leyenda que la flor es “el alma de la Reina India Anahí, la más fea de una tribu indomable que habitaba las orillas del Río Paraná. Anahí tenía una dulce voz, quizás la más bella oída jamás, y era rebelde como los de su raza, amante de la libertad como los pájaros del bosque. Un día fue tomada prisionera, pero valiente y decidida, dio muerte al centinela que la vigilaba. En ese momento, quedó sellado su destino: condenada a morir en la hoguera, la noche siguiente, su cuerpo fue atado a un árbol de la selva, bajo y de anchas hojas. Los que asistían al suplicio, comprobaron con asombro que el cuerpo de la reina india tomaba una extraña forma, y poco a poco se convertía en un árbol esbelto, coronado de flores rojas”.
Tras el jacarandá y el ceibo vinieron los aromos en agosto; conocido también como “mimosa” o sensitiva, debido al modo en que mueve su follaje al ser expuesto al calor o al atardecer. En septiembre, camino a Valparaíso, descubrí los dedales de oro que, a mi vez, enseñé a otro amor. Mis conocidos fueron aportando datos. Recordamos que en nuestra infancia, en las veredas abundaban los ciruelos que en verano daban pequeños frutos verdes amarillentos y rojos; en invierno, un abundante follaje rojo oscuro, y en septiembre, alfombraban el pavimento con sus flores blancas y rosas. Nuestras madres nos advertían que tendríamos retorcijones si seguíamos comiendo las ciruelas verdes con sal, pero era imposible resistir la tentación de ir por la calle, levantar el brazo, y arrancar un fruto.
Las vecinas se quejaban que por culpa de los pájaros, que botaban las ciruelas, y los transeúntes, que aplastaban los frutos con las suelas de sus zapatos, pasaban mañana y tarde baldeando, en un vano intento por despegar el dulce del pavimento y que, más encima, se llenaba de hormigas que terminaban entrando a las casas. Pero los ciruelos atraían a las mariposas y a los pájaros, de manera que no solo era un placer para la vista y el gusto, sino también para el oído, por las tardes, sentarse fuera, en la solera o en una silla los ancianos, a escuchar los pájaros que mordisqueaban los frutos y dejaban caer al suelo los cuescos.
Una mujer que conocí hace poco me contó que en las calles de la comuna de San Miguel crecían naranjos y, a pesar que muchos eran amargos, aquellas naranjas formaban parte de su memoria y de la del barrio. Memoria que fue reemplazada por estatuas de Condorito y otros dibujos animados.
En esa época ningún alcalde consideró necesario atender las quejas de los vecinos, tal vez les pareció más importante el beneficio que reportaba al alma de sus habitantes la fruta que se podía coger libremente en las calles, logrando que entrase en los huecos más oscuros de la ciudad, la ligereza del campo. Desde entonces, cada vez que tengo nuevos amores o amistades, los llevo con los ojos cerrados a que descubran el ceibo y vuelvan a sentir la belleza de la ciudad, se sientan jacarandosos, alegres, airosos, desenvueltos, graciosos, o bien, presumidos.