Por Cynthia Rimsky
Al cabo de tres horas en bus por la sierra llego a Chalaco, un pueblo con cuatro o cinco calles donde se abastecen los campesinos de los alrededores. Camino por las colinas hasta Chimulque. La plaza está enrejada para que los chanchos no devoren las flores. Me siento en una piedra a la sombra y sigo los pequeños movimientos, un insecto, un cabra, un niño que corre. El mismo camino lleva a Tashpa, se trata de una inclinada subida que me deja jadeante. Una mujer me ofrece agua. En sus ratos libres teje en el telar unas alforjas típicas de esta zona y que todos llevan colgadas al hombro. De regreso en Chalaco, antes de volver a Piura, busco unos dulces típicos. Me envían de casa en casa hasta que en la última casa, la señora me hace pasar a su cocina, un fogón sobre una superficie de adobe, y me aconseja seguir más allá, a Pacaipampa. “Ahí sí es bonito”, me advierte, agregando que su hija, casada con un funcionario municipal, da pensión.
Pacaipampa queda a cuatro horas de camino internándose por las montañas. Si no me gusta, demoraré siete horas en desandar el camino hasta Morropón y de allí dos horas más a Piura. Volver o proseguir, elección difícil por cuanto no se asienta en la racionalidad sino en decisiones que el azar precipita. En la oficina me encuentro con que el bus a Pacaipampa ha llegado y decido saltarme la decisión.
Un poco más grande que Chalaco, tiene un hotel con vista a la plaza, Municipalidad, mercado, escuela, dos largas calles, una de ida y otra de vuelta. En la pensión almuerzan y cenan algunos funcionarios municipales, entre ellos, un antropólogo y un sociólogo piurano inmovilizado aquí hace meses. Habiendo ganado un proyecto para educar a los campesinos, los campesinos recelan de él (están en pié de guerra con una compañía minera) y no le otorgan permiso; sin permiso no podrá hacer el curso, sin curso tendrá que devolver el dinero que ya ha gastado. El hombre pasa las mañanas en la Municipalidad y las tardes en la plaza junto al antropólogo. Ambos me indican que debo subir más allá, a los páramos.
Hace muchos años recorrí parte de la costa de Brasil y descubrí que, al primer balneario muy turístico, le seguía otro menos concurrido y un tercero más allá paradisíaco, por lo que la palabra más allá despierta mi deseo. El problema es el transporte. Al cabo de dos días de espera, en la plaza aparece una camioneta doble cabina que se dirige a Curilcas, donde podré pasar la noche y a la mañana siguiente coger movilidad a Lagunas. Esta es la primera de las 14 lagunas llamadas Las Huaringas, cuyas aguas son usadas por brujos o curanderos para sanar enfermedades del cuerpo o del alma.
En la camioneta caben por lo menos 20 personas. Se puede pensar que más allá del sinuoso camino de tierra que bordea el precipicio, no hay más allá, pero hay: Curilco es pequeño y terroso, apenas un estacionamiento de movilidades que transportan a los campesinos hacia los páramos lejanos, y muchos comedores en los que se sacia el hambre del viaje. El único hotel tiene mal aspecto, así que cuando el chofer de la camioneta cambia de parecer, sigo con él hacia Lagunas. En algunas partes el camino sube prácticamente en forma vertical, parece cosa de magia que la camioneta no se desprenda y caiga al abismo. Solo en los meses de verano se puede transitar, el resto del año la gente queda aislada.
Si mi intención fue ir más allá, Lagunas resulta ser más allá de todo. Las casas de adobe rodean un cuadrado de tierra que alguna vez tuvo pasto y sirvió de mercado. Sus habitantes carecen de luz, agua potable y baño. Una amable mujer me ofrece alojamiento en su casa y un plato hondo con un caldo negro en el que flota un trozo de cuero de chancho, frijoles y plátano. Comemos en la cocina, alrededor de un fogón en el suelo, con los cuyes y las gallinas esperando los restos, contamos historias, ellos de los brujos de Lagunas, yo de los brujos en Chile.
Por la tarde salgo del pueblo para ver la laguna. Se hace difícil que a esta altura pueda haber una, pero allí está. En el declive de un cerro, casi al borde del precipicio, recortada contra las altas cumbres del otro lado de la quebrada. La laguna tiene, como me dijeron, la forma de un ojo. El coirón verde, frágil, cimbreante, dibuja las pestañas y delinea el contorno. Antes, mucho antes, toda esta zona fue un bosque. Una campesina rozó los árboles para hacer una chacrita con la que alimentar a sus hambrientos hijos, pero se encontró con que no había agua. La mujer se preguntó de dónde iba a sacar agua hasta que una mañana la tierra amaneció mojada; la mujer cavó con sus manos un agujero, del agujero empezó a manar agua, hasta que el agua la cubrió a ella, a sus hijos hambrientos y al único gallo. Dicen que por las mañanas todavía se escucha el gallo cantar desde el fondo del ojo. No escuché el gallo pero en ese lugar, donde no llegan los rumores de la ciudad, encontré algo parecido al sosiego.
De regreso a la casa, la mujer que me aloja propone que siga a caballo hasta la siguiente laguna, dice que podré hacerlo en el día, otros dicen que son dos días. La camioneta que me pasaría a buscar de madrugada no llega. Puede que venga al día siguiente o puede que no. Se acerca la época de lluvias y no volverá a subir. Por la noche escucho un ruido. A la mañana me entero que la camioneta se fue y no me pasó a buscar. Nadie sabe cuándo volverá a subir. Paso la mayor parte del día junto a la laguna en forma de ojo. Los campesinos me invitan a sus casas, en las casas hay un fogón, frijoles, plátanos, no hay bosque que rozar. La profesora me invita a alojar en su casa. Una vecina consigue el colchón, pongo la cerveza. Se supone que la camioneta pasará a recogerme una de estas madrugadas. Paso las noches despierta pensando en que podría quedarme allí, junto a la laguna, junto a las lágrimas de la campesina y al cacareo del gallo. A las tres de la mañana escucho un motor que se acerca. En la camioneta dejo el más allá y regreso más acá.