Por Cynthia Rimsky
Venía del lanzamiento de un libro en un local de la plaza Ñuñoa. Estuve conversando con un estudiante de literatura, hijo de unos amigos, que conocí cuando tenía cinco años. Fue bonito escuchar sus deseos, sus cuestionamientos, sus ansias. En su discurso no había “peros”, desilusiones, realidades, ninguna barrera se interponía a su deseo, tal vez porque no tenía urgencia para realizarlos, por ahora prefería soñar. En el otro costado, estaba un viejo conocido que se quejaba de que su trabajo, su salario, las cuotas de la universidad del hijo, no le dejaban tiempo para escribir.
Me fui justo antes de sentir que era una pérdida de tiempo haber ido. El autobús venía vacío. Mi tarjeta BIP en el límite. Antes la cargaba con dinero una vez a la semana. Últimamente, antes de salir, me pregunto si resulta imprescindible ir a ver a alguien o participar de un acto cultural, o mejor me ahorro el pasaje. Dentro de poco saldré de casa solo para trabajar.
Al autobús subió una pareja de jóvenes con barquillos de helado. Ella todavía llevaba el uniforme de la empresa. Seguramente se habían pasado a buscar a sus respectivos trabajos y, antes de coger el autobús para regresar al barrio en un largo viaje hacia la periferia, pasaron a comprar un barquillo. Eran las diez y media de la noche y recién salían de la oficina. Al día siguiente se levantarán temprano para abordar esta misma línea de buses que los llevará a la oficina donde volverán a trabajar hasta las diez y media de la noche. Tal vez, para ahorrar el dinero del almuerzo, traen una vianda o se limitan a comer un sándwich. Quizás ahorran para comprar los muebles de la casa que más adelante albergará a un hijo lleno de deseos.
En el día la temperatura llegó a los 30 grados. La noche estaba ligera. En el diario leí que en abril no habría bajas temperaturas ni lluvias. También leí que, producto de las temperaturas extremas, la capa de ozono registra una pérdida de un cuarenta por ciento en el Ártico, y los científicos chilenos están alarmados porque los glaciares se derriten. Un periódico virtual denuncia que los textos escolares incorporan publicidad; los niños se han convertido en un segmento apetecido por las empresas que buscan aumentar y fidelizar clientes.
Dejé atrás las malas noticias y caminé del paradero hacia mi casa. La luz del semáforo estaba en rojo y me detuve a esperar junto a la avenida Costanera. Me disponía a cruzar. No recuerdo si la luz seguía en rojo para los automovilistas o se disponía a cambiar. A mi izquierda sentí un golpe tremendo. Un cuerpo desmadejado voló por los aires y se aporreó contra la cuneta. Como muy cerca de allí se coloca un joven que realiza un acto con un muñeco, mi primer pensamiento fue que se trataba del muñeco Pero a continuación vi una motocicleta arrastrarse por el pavimento varios metros, me pareció que alguien iba en ella.
El cuerpo que saltó no pertenecía a un muñeco sino a una mujer que cruzaba la Costanera. No recuerdo si la luz del semáforo todavía estaba en rojo, sí que la motocicleta venía a una velocidad discordante con una ciudad. Así fue como una mujer que regresaba a las diez y media de la noche a su casa, tal vez con demora por haber pasado a comprar un helado, voló al igual que un muñeco por los aires. Una de sus piernas estaba destrozada y tenía la cabeza abierta. Un par de personas telefonearon a carabineros. Parece que la central les pidió la identidad del cuerpo que yacía en el suelo. El piloto de la motocicleta se levantó, llevaba traje de protección y casco, no presentaba heridas o rasguños. “No me voy a escapar”, dijo enfilando hacia la motocicleta. Parecía tambaleante. La mujer en el suelo se quejaba. En un momento intentó levantar la cabeza y le advirtieron que no se moviera. La mujer no hizo caso. “Toma la cartera y busca alguna identificación”, dijo el que llamó a carabineros a un curioso.
A ninguno de los presentes se nos ocurrió coger su mano para convencerla que no era un muñeco y que, a pesar de estar allí tirada, llegaría a su casa. Permaneció en el suelo quejándose débilmente, cada tanto intentaba levantar la cabeza y alguien le decía que no lo hiciera. El motociclista corrió su máquina hacia la vereda. Tal vez se preguntó para qué corrió tanto y fue demasiado tarde para responderse. Los vehículos prosiguieron su marcha.
Hoy en la mañana de lo que ocurrió queda una mancha de sangre. No puedo dejar de pensar por qué no cogí su mano, por qué no lo hicieron los curiosos o el motociclista que la atropelló. Creo que por temor; agarrar su mano era coger la muerte, sentir su hálito, la posibilidad de que me hubiese ocurrido a mi. No he dejado de pensar que, si a los atropelladores se les exigiese coger la mano de las personas a las que les pasan por encima, habría menos accidentes.