Por Cynthia Rimsky
Desde la ventana de mi cocina contemplo el estrecho y largo pasadizo del cité. Cada casa es un mundo. En la de al frente vive una mujer con su hijo de once años. Su ventana siempre está cerrada. También la actitud del chico, cuando juega con los demás niños, mantiene la reserva de la casa.
El otro día descubrí que a la ventana le faltan dos vidrios rectangulares. Una manifestación de la adversidad es el abandono de las cosas. Por eso me alegra cuando veo que ha encontrado trabajo. Lo sé porque ahora sale luciendo un uniforme azul y un gran maletín. Me preocupo cuando por la tarde vuelve con un hombre. La puerta se cierra. Dos horas después el hombre sale de la casa y del cité.
Las visitas del hombre se vuelven regulares. Los martes y viernes a las siete de la tarde y los domingos a las once de la mañana, aparece este cincuentón, calvo y gordito, con las espaldas inclinadas, el pantalón demasiado largo y bolsudo, por supuesto, casado. Durante ese tiempo el niño desaparece. Por sus amigos me entero que está de vacaciones en casa de unos tíos en Antofagasta.
Una tarde, cuando la mujer acompaña al gordito al portón, toma su mano. Ese trayecto lleno de hoyos, excrementos de gato y cables sueltos, se convierte en el pobre escenario de su amor ilícito y nosotros, los vecinos, en sus únicos espectadores.
El verano termina. Los huecos en las ventanas continúan allí. Las visitas del gordito cesan. A través de las paredes escucho a la mujer gritar a su hijo, con una voz que trasluce rabia, insatisfacción, pobreza e imposibilidad. Todas las mañanas, a las ocho, siento sus tacos agujas clavarse en el pasaje. Todas las tardes, a las siete, vuelve con su uniforme azul, y cierra la puerta hasta el día siguiente.
El suelo se llena de hojas secas. Una tarde, ante su casa aparece un carabinero, una mujer de edad y dos hombres. Durante horas, intentan descerrajar la cerradura. Cada golpe repercute en mi propio cuerpo, porque las casas son un cuerpo. Cuando abren la puerta, encuentran al niño escondido debajo de la cama, orinado. Los dueños de la casa, avergonzados, balbucean que la arrendataria estaba avisada del desalojo, no es su culpa que halla dejado al niño para impedirlo, ellos viven del arriendo… Una por una depositan las pertenencias de la mujer en el pasaje. Ropa interior, reproducciones con escenas campesinas, plantas, una bicicleta rota, adornos dorados, de loza, de cerámica. El secreto celosamente guardado expuesto en su máxima desvergüenza.
A las ocho de la noche, la casa luce un nuevo candado. En mi casa, guardo sus objetos de valor: un televisor, una radio y una pila de casetes románticos. Está oscuro. A través de la ventana, la contemplo caminar de un lado a otro, tomar alguna cosa y dejarla en el mismo lugar.
Las demás puertas del cité están cerradas. Como si la miseria fuese una peste, nadie viene; ni la familia ni el gordito. La mujer, con sus tacos agujas, pisa los restos de su vida, dice que el padre del niño tiene una buena situación en México, pero no quiere darle nada. Mira el sillón manchado y viejo. Dice que tiene un amigo que podría tapizárselo. Explica que trabaja vendiendo zapatos de seguridad, que gana 100 mil pesos y le duele la espalda porque los zapatos son pesados. Vuelve a mirar el sillón.
– Está tan viejo el pobre. ¿Cuánto crees que pueden cobrarme? Tengo un amigo que es tapicero, voy a preguntarle, no, mejor lo llamo y le digo que se lo lleve. ¿Dónde tendré el número de teléfono?
Entre las dos corremos el refrigerador, la lavadora, sudamos y no sentimos el frío. La mujer dice que su padre jamás hizo algo por ella, y parece que va a llorar y se acuerda del gordito del maletín y dice que, cuando hay un problema, los amigos nunca aparecen. Pero le sigue preocupando el sillón. “Mi amigo tiene camioneta así que podría venir a buscarlo y, cuando esté listo, yo ya estaré viviendo en otra parte. El mismo puede llevármelo. Se vería como nuevo. Tú, que eres artista, ¿se te ocurre qué tapiz podría ponerle?”
Dos semanas después, viene a recoger sus enseres, arrinconados al final del pasaje, tapados por una sábana vieja. “Sabes que me dieron el dato de otro tapicero mucho más barato que mi amigo. Tengo que escoger el tapiz y en dos semanas me lo tiene listo”, dice, antes de abandonar el cité para siempre.
Durante varios meses, la casa permanece cerrada. El dueño ha puesto los vidrios que faltan y pintó la fachada. Llega una mujer con su hijo. Ella tampoco abre la ventana.