Por Cynthia Rimsky
Veinticinco años atrás, mi padre trabajaba los sábados en una clínica dental de urgencias en Providencia. El dueño era un amigo suyo que le dejaba el treinta por ciento de cada atención. Era una estafa, pero en esos tiempos había una obsesión por “progresar” y el dinero que mi padre ganaba durante la semana no era suficiente para “progresar”. Yo solía acompañarlo y, mientras él atendía, me quedaba en la sala de espera, escribiendo relatos. Cuando me aburría, escapaba a comprar helados. Caminar sola por Providencia, entre Pedro de Valdivia y Orrego Luco (me prohibían cruzar la calle) me permitía recolectar imágenes, y volvía apresurada a escribirlas.
Una mañana apareció en la clínica un norteamericano con la cara hinchada. Después de la extracción preguntó cuánto era y mi padre confundió fifteen con fifty. El gringo le entregó un billete de cincuenta dólares. Yo me puse roja y, apenas se fue, critiqué a mi padre por haber engañado al gringo. Mi padre adujo que una extracción en Estados Unidos costaba sobre los 200 dólares. Corría el año 1978. El sistema había ganado la batalla; El hombre que escribía poesías y atendía a gente de escasos recursos que le pagaban con cajas de galletas, cecinas, chalecos, se compró un auto coreano a plazos, comenzó a veranear a plazos en resorts en México y el Caribe, tuvo la billetera llena de tarjetas, creyó a pie juntillas lo que leía en El Mercurio, defendió a Pinochet y se sintió aliviado de que cayera el comunismo.
Cuando comenzaron los asaltos a las casas del barrio alto, mi madre consideró que la casa era insegura, y se cambiaron a un departamento. En la calle donde ahora viven, hay diez edificios iguales, pero están contentos porque hay seguridad, portero, y todo funciona, bueno, más o menos; últimamente están asustados por los escapes a gas.
Hoy mi padre tiene 75 años y pasa la mayor parte del tiempo sin hablar, escuchando radio o viendo televisión. Hace un mes, sin embargo, me contó una historia que me hizo recordar al hombre que me educó. “Fíjate lo que me sucedió” principió a decir como siempre -. “Recibí la llamada de una vendedora de la empresa El Mercurio ofreciéndome una suscripción a mitad de precio. Resulta que todas las mañanas al ir al consultorio, me detengo en un semáforo donde hay una señora que me está esperando para venderme El Mercurio. La vieras tú cómo se mueve, corre y sortea los autos para ganarse los pesos. Yo le conté esto a la señorita vendedora y le dije: Ve usted, aunque me sale más barato suscribirme, no podría dejar de comprarle a la señora que me espera en el semáforo, sería como quitarle el pan de la boca”.
Imagino la expresión que debe haber puesto la vendedora al escuchar las razones de mi padre para desestimar su rebaja. Yo le eché los brazos al cuello y lo besé. Como en mi infancia, abrí el cuaderno de imágenes y escribí este relato.