“lo que [las lecturas de la infancia] dejan sobre todo en nosotros, es la imagen de los lugares y los días en que las hicimos. No he podido librarme de su sortilegio: queriendo hablar de ellas, he hablado de cosas que nada tienen que ver con los libros porque no ha sido de ellos de lo que ellas me han hablado.”
Marcel Proust
Por María José Eyras
–Traje algo para vos– anuncia mi padre al llegar del trabajo, un día cualquiera. Abre el portafolio y empieza a sacar libros. Son libros rojos de tapa dura. Mi padre me va dando, uno tras otro, veinticuatro libros. Tienen letra pequeña, ilustraciones aisladas en blanco y negro. No puedo creerlo: son libros de verdad.
En el Tomo I se cuentan las travesuras de Naricita, una niña que vive en una quinta con su abuela, doña Benita, y con Anastasia, una criada negra. Tiene una muñeca que habla llamada Emilia. En la historia también hablan los peces y habla el vizconde de la Mazorca. Me parece que me van a gustar estas historias. Yo también –como Naricita– tengo una muñeca y una abuela que visito los veranos. Mi padre me enseña a marcar las hojas. Esa noche, por primera vez, doblo la punta de una y dejo el libro así, marcado, en la mesa de luz.
En tercer grado me cambian a una escuela nueva que tiene una biblioteca de la que puedo tomar libros y llevármelos. Los libros rojos en la mesa de luz dan paso a los libros amarillos. Un hilo invisible los hilvana y se pierde en lo alto y los libros se agitan en el aire como ropa colgada. Las Mujercitas y los Hombrecitos, Los muchachos de Jo se balancean al lado de Sandokán, El Príncipe Valiente y La Cabaña del tío Tom, cuelgan entre Tom Sawyer, Huckelberry Finn, Heidi, Jane Eyre y así hasta agotar la colección Robin Hood. Cuando el hilo de los libros amarillos va llegando a su fin, unas vacaciones en la casa de la abuela descubro una vieja biblioteca con puertas de vidrio, alta y profunda. Las puertas están hinchadas, tengo que forcejear para abrirlas. Chirrían pero lo consigo. Detrás me esperan El Conde de Montecristo, El Vizconde de Bragelonne, Los Tres mosqueteros. El papel está amarillento, las tapas tienen los bordes comidos pero a ninguno le faltan páginas. La abuela dice al pasar que esos son los libros que le traía el abuelo cuando eran novios. Y agrega con intención: –Yo tenía que leerlos, no me quedaba más remedio, porque en la visita siguiente él me preguntaba: ¿Por dónde va, Juanita?
El verano siguiente vuelvo a incursionar en las entrañas de la vieja biblioteca y rescato de tras el cristal a El Hombre que ríe, El Jorobado de Notre Dame, dos tomos de Los Miserables. Cuando termino Los Miserables ya es evidente que los hilos se entrelazan, se cruzan, se despliegan, se encuentran en nudos, forman una red. La red crece y también los laberintos. Vivir y leer. Leer y vivir. Cuánto más me adentro más senderos se bifurcan. Desde los tiempos de Naricita y Emilia hasta hoy, desde el día en que leí el cuento “Felicidad” de Clarice Lispector y descubrí con deleite –con esa fascinación ingenua e ilusa de los comienzos en la escritura que da el hallar una coincidencia con una grande– que también ella había amado las historias de Monteiro Lobato, hay un libro en mi mesa de luz. Un libro espera. Y una parte de mí –que tiene hambre y sed– vive del anhelo de encontrarse con él.
Es un sábado y la vida parece no tener consistencia. Los días son de arena, se van en esfuerzos vanos, me disperso y me olvido. Es una clase de olvido de mí que me pone de pésimo humor. Él no está en casa, los chicos en sus cuartos se buscan en las pantallas, soy de alguna manera libre y no tengo ánimos de nada. Ni de escribir ni de leer. Ni de seguir resistiendo. De dónde me viene tanto desasosiego. Reviso el correo. Mando un mensaje a quien sé bien –aunque elija engañarme– que no le interesa lo que tengo para contarle. Y sin embargo, escribir me calma. Estoy loca, me digo, cuando caigo en este estado es porque estoy loca. Tomo un libro al azar y leo en un poema de Giaconda Belli: ¿Cómo te digo que no quiero ya/ esta vida a ras de la realidad? / Esta vida, esta casa que flota sobre la vida/ y que vos imaginás plácida y cálida,/ se ha convertido para mí en/ planta carnívora…en esta vida de molicie y let it be/ me pierdo/ dejo de oír la música/ Ni siquiera la caracola de la nostalgia/ me susurra ya palabras… Y en otro: No soy ésa que ellos quisieran que fuera./ Leo el periódico y pienso en cuánto debería escribir/ pero es sábado y hay que ordenar la vida/ para que se acople con la niña que juega/ a vender galletas,/ o el marido que quiere salir a caminar… Ningún sosiego calmará este tumulto…
¿Casualidad?
Casualidad o no me aferro a la soga. Esta mujer se siente como yo o al menos es seguro que yo me siento ahora como se sintió ella aquel sábado. Entonces veo el bolso en el piso. En un rincón, deforme y pesado de libros, sigue allí. Desde que me lo trajeron, ni siquiera osé dar el primer paso: sacar los libros, ponerlos sobre la mesa. Es que no hay donde ponerlos, la biblioteca está repleta. Y peor que eso, además está desordenada.
Es domingo, estoy frente al fuego y acabo de ordenar la biblioteca. Hace tanto tiempo que quería hacerlo pero no lo hacía porque de solo pensarlo me desalentaba. Y estaba a punto de hundirme en el tedio de un sábado sin argumento, sin ganas de escribir ni de leer, sin corazón para tender puentes a amigos ni a mates familiares, sin ánimo del paseo para matar el tiempo (que a veces, como por milagro, lo resucita) cuando me dije: a ver, a ver si por lo menos ordeno un poco.
Estaba aquel bolso lleno de libros esperando en el piso. Estaba también la vergüenza de la otra tarde de buscar una novela delante de un amigo bibliófilo y no poder ubicarla. Y fue empezar. Moverlos, tocarlos. Descartar viejos textos escolares, libros repetidos, heredados, libros malos (hay libros y hay papel, diría mi hermano). Hubo un momento de caos. Los libros estaban por todas partes. Apilados, fuera de su lugar. Me hice un té. Retomé el impulso, seguí. Y entonces primero en susurros, luego con más fuerza y claridad, los títulos comenzaron a hablarme. Me pedían de juntarse, de estar cerca. No les venía bien cualquier vecindad. No. Entre ellos se elegían: parecían bailarines deseosos de llegar a la pista y abrazarse. Y una cosa llevó a la otra, a ver la poesía, qué tal si la traigo más a mano y la pongo en la repisa del dormitorio, junto a los libros de humor. ¿Los de psicología en el cuarto también? Mejor que no. La filosofía, asignatura pendiente y mi atracción por esos días, bien a la vista. Cortázar, Saer, Duras, ocuparían un espacio propio, ellos sí que se habían ganado un lugar aparte, por autor. ¿Y los demás? ¿Por género, país, continente?
Así, descartando algunos, acomodando otros, se hizo el espacio. Ya podía sacar los libros del bolso estancado tantos días. Lo abrí como hacía años había abierto mi padre su portafolios y aparecieron algunos títulos sueltos primero, después una colección barata de Borges y Bioy y por fin, al fondo, uno a uno, fueron saliendo los libros rojos.
El rojo ya no era el del recuerdo, se había apagado. El dorado de las letras y los números se había descolorido hasta desaparecer. Abrí el tomo 1. Allí estaban como antes Naricita y Emilia. Emilia bauticé a mi muñeca favorita, una toda de plástico rosado hasta el pelo. La más barata se convirtió en la más querida. Qué muñeca ordinaria, decía mi madre. Un día Emilia apareció con un agujero en cada talón. ¿Se los había mordido yo, alguno de mis hermanos? Los agujeros dejaban ver el alma hueca, el plástico delgadísimo y sus bordes deshilachados. Yo tapaba aquellos agujeros con dos curitas. Sin embargo Emilia, la de los rulos pálidos, era la única entre todas mis muñecas que disponía de un ajuar que incluía hasta un tapado de paño. Era a ella a quien llevaba conmigo de vacaciones a Córdoba, a San Luis, a Bariloche. Le sacaba los vestidos y la tiraba en bombacha –una bombacha colorada– corriente abajo, a los arroyos. El agua la arrastraba a los saltos hasta que, impávida y silenciosa, su cuerpo de muñeca se trababa en alguna piedra. Con mis hermanos nos apurábamos a ir en su rescate. Después yo la secaba y le cambiaba la curita del talón. Volvíamos todos en el auto, con Emilia vendada sentada a mi lado, rumbo a Buenos Aires.
Estoy frente al fuego y pocas veces me he sentido tan serena como ahora, luego de ordenar la biblioteca. Los libros rojos están en los estantes del living, muy visibles, en un lugar de privilegio. La poesía en el dormitorio, junto al humor. No sé cuánto me va a durar este sentimiento de placidez tan cercano a la felicidad. Los laberintos nunca se terminan. Volveré a enloquecer, a llamar a puertas equivocadas, a sentirme sola rodeada de gente, a no saber qué hacer con una tarde de libertad o a preguntarme qué quiero de la vida. Pero por ahora estoy frente al fuego, acabo de ordenar la biblioteca y nada más importa. Hay un hilo y tienta hacerle un guiño a la sabia Ariadna. Si lo pierdo, si vuelvo a perderlo, acaso pueda recuperarlo.