Por Cynthia Rimsky
En la caleta de Papudo existe un sistema de poleas para sacar los botes del mar sin necesidad de usar la fuerza física. Aún así, cada vez que una embarcación llega a la caleta, continuando con un gesto inmemorial, los pescadores se ubican a ambos lados del bote, posan sus manos en el borde y, sin hacer fuerza, lo acompañan en su regreso a tierra firme
Los pescadores de Papudo no son los únicos que necesitan ritos para dar sentido a su existencia. Una tarde, en vez de llevar a mi sobrino de cuatro años a los juegos electrónicos, nos embarcamos en su primer viaje en tren, influida por los poemas de Tellier y los recuerdos de las vacaciones en familia al sur.
Como no podíamos ir muy lejos, decidimos abordar el Metrotren a Rancagua y bajarnos en cualquier lugar. Preparé sandwiches, huevos duros, un paquete de galletas, una cámara fotográfica y un cuaderno de viaje con lápices de colores.
A mi sobrino le pareció que era igual al Metro, se sentó junto a la ventanilla y esperó a que partiera. Aunque no pasó un vendedor con canasto y solo nosotros comimos huevos duros, le entusiasmaron los ruidos, la espera en las estaciones, el cobrador con uniforme y el sonido que hacía al agujerear los boletos. Vimos hombres trabajando en la vía, un vagón abandonado “donde guardan a los leones de circo” (me explicó él), un caballo blanco, parras con hojas anaranjadas por el otoño, estaciones con nombres antiguos como Maestranza, Hospital, y un puente, un largo puente sobre un río turbio.
En San Francisco de Mostazal cruzamos la línea férrea mirando en ambas direcciones hasta llegar a la calle principal. Era la hora de la siesta y, en vez de huasos a caballo, pasaron ocasionales ciclistas. Divisamos un puente y supusimos que debía haber un río. Porque todo pueblo tiene un río, le expliqué. Dejamos atrás las calles, las casas, nos internamos por un camino de tierra y nos detuvimos bajo un sauce llorón. Fui la primera en avistar el estero hediondo y mugriento, de aguas grises y espumosas. Pensé que sería mejor devolvernos, pero mi sobrino corrió a la orilla y, entre latas de sardinas, toallas higiénicas, envoltorios plásticos, comenzó a recoger piedras.
-Mira hasta dónde llego- gritó levantando el brazo.
Entre ambos buscamos piedras redondas y planas para hacer “patitos”. Allí estábamos, arrojando piedras a un río insalubre, como si fuese el Toltén o el Mataquito, como lo había hecho yo y, antes que yo, mi padre; como los pescadores de Papudo que acompañan al bote hasta la playa aunque ya no sea necesario.
Los montículos de piedra dispuestos para detener las crecidas se convirtieron en montañas inexpugnables; las ramas, en sospechosos arbustos. Más allá había un grupo de alicaídos eucaliptus, arranqué unas hojas y se las hice oler. Las guardamos dentro de las páginas del cuaderno de viaje. Encontramos un puente peatonal. No se balanceaba y, entre las rejas, apenas se veía hacia afuera, pero cuando estuvimos sobre las aguas estancadas, nos preguntamos qué pasaría si el puente se cayera y las aguas nos arrastraran.
En la otra orilla no encontramos casas de madera ni adobe, solo una población triste, solitaria y final. Quise llevarlo a una Quinta de recreo, solo encontramos un local que vendía pollo con papas fritas. Volvimos a la vía y caminamos por los durmientes, deteniéndonos a escuchar si venía el tren. Y cuando pasó, al lado nuestro, el estruendo de la máquina nos puso la piel de gallina. En la estación había una torre, una campana, un guarda agujas, dedales de oro y, como el tren se demoraba, corrimos el riesgo de atravesar por los durmientes en uno y otro sentido.
De regreso a la Estación Central, entre vendedores ambulantes, mendigos, guardias, lanzas, había dos niños chinchineros que bailaban con el tambor a sus espaldas y zapateando con sus tacones, mientras un tercer niño pasaba el sombrero entre los curiosos. Le expliqué a mi sobrino que era un ritual muy antiguo, pero le dio pena, tal vez porque tenían su misma edad, y quiso irse. Tiene 4 años y ese fue su primer viaje en tren.