Hoy se cumplen cuatro años de la muerte de Ernesto Sábato (1911-2011), autor de las novelas El túnel, Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador. Por ese motivo publicamos esta entrevista realizada por Alfonso Carvajal en Santos Lugares en 1997.
Por Alfonso Carvajal*
… En todo caso, había un solo túnel,
oscuro y solitario: el mío.
Ernesto Sábato
El cielo era una sola mancha gris. El reloj marcaba las 8 y 40 de la mañana y comencé a penetrar en el túnel sombrío de aquel día inolvidable. La estación San Martín está desgastada, el paso de los años le da un aspecto pueblerino y un colorido de nostalgia. El tren se acercó con una tos de hierro y humo; de sus puertas salieron centenares de personas, con rostros monótonos, sin mirar un punto fijo. Se dirigían mecánicamente al centro de Buenos Aires, a matar otro día más.
Me subí al tren, y cuando arrancó sentí un escalofrío, porque el tiempo empezaba a correr incierto, de para atrás, descontándose. En la distancia quedó el centro de Buenos Aires, los edificios altos, el río de oro marrón, y la estampida inconmovible de sus calles. Vi los bosques de Palermo, y casas y más casas, mientras sólo oía el crujir metálico del tren que avanzaba como detenido en la memoria. Pasamos las estaciones de Palermo, Chacarita, Devoto, Suárez Peña, y por fin arribamos a Santos Lugares. La cita estaba a la vuelta de la esquina. Llegué a una casa de árboles grandes y oscuridad. Timbré y salió una mujer aindiada, y un viejo pastor alemán que ladraba con timidez. La mujer me hizo seguir a una biblioteca, donde quedé solo mirando centenares de libros de poesía, filosofía y literatura. Había paz y austeridad en el ambiente. A los cinco minutos apareció la mujer, atravesamos un jardín, y me hizo pasar a un estudio.
Allí estaba Ernesto Sábato, sentado, rumiando sus 86 años; vestía de bluejean, un suéter vino tinto, unos zapatos negros y unos lentes oscuros luchando contra la ceguera. El melancólico monstruo de la literatura estaba allí, sumergido en las tinieblas y viviendo en el pasado.
“Colombiano, qué bien. Colombia es de los países que más recuerdo, estuve allí dos o tres veces, fueron muy amables; en esa época era una democracia sólida, y ahora el horror de la droga…” Callé, no fue una entrevista formal, Sábato iba de un lado a otro de la nostalgia, iba a donde su memoria espontáneamente lo arrastrara.
El yo del tango
“El tango es sensual y profundo. Tiene mucho que ver en su origen con los prostíbulos; los inmigrantes que llegaron de Europa en su soledad buscaban mujeres para compañía, y eso acentuaba más su nostalgia; allí nacen la tristeza y la metafísica del tango, unidas al sentimiento criollo del porteño. Negar la argentinidad del tango es un acto tan patéticamente suicida como negar la existencia de Buenos Aires. El tango es universal, escuché tangos checos y polacos. La palabra tango suena a africano, y curiosamente tiene la tristeza del blues. Mire, la música clásica se acaba en este siglo con Ravel y Debussy, y lo que viene después se lo debemos a los negros, el jazz, el blues y el rock. En Dakar tomando un café descubrí que los negros caminan diferente a nosotros, incluso cuando están parados se mueven; los negros son una maravilla”.
Sábato enmudece un momento y suspira. “Argentino que se respete ha compuesto dos tangos”. El viejo delgado se anima, se levanta y busca un disco de 45 revoluciones que pone ansioso en el tocadiscos. Con orgullo cuenta que son dos tangos compuestos por él y tocados en el bandoneón por Aníbal Troilo. La música suena y dice “eso es guitarra, contrabajo y bandoneón, no se necesita más, es una dicha. El bandoneón es un instrumento mágico, sentimental pero dramático, a diferencia del sentimentalismo fácil y pintoresco del acordeón. Troilo era un analfabeto pero un músico genial”. Al fondo ilustrando la mañana se oye el bandoneón de Troilo y la voz de Sábato: “He vuelto a visitar algún día el banco del parque Lezama… y pasa el tiempo y la lluvia, el viento y la muerte”. La música termina y guarda silencio.
Mira la foto en blanco y negro de un joven apuesto en la pared, y su voz tiembla: “Ese es Jorgito -su hijo mayor-, se me murió hace dos años en un accidente automovilístico. Era tan bueno, que muchas veces le dije que no fuera tan confiado en la vida. Esa noche de su muerte fue el primer infarto que tuve, casi no amanezco. ¡Dios mío cómo pasa el tiempo!”
El hombre que escribió El túnel, Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador, estaba ahí con toda la grandeza de su dolor y el drama de la vida se desmoronaba esa mañana donde no parecía existir el tiempo.
Matilde y los pájaros
“Vivo en Santos Lugares hace 51 años, aquí la gente es de barrio. Buenos Aires es abstracto, aquí en cambio hay seres humanos. Ahora, me cuida Gladys, una mujer de la cordillera, que se encarga de todo y el Roque -el perro-, es un buenazo que me regaló un estanciero. En verdad, pertenezco al pasado”.
Y Matilde, su mujer desde hace más de 50 años, aparece triste en su memoria. “Matilde está enferma; hace 4 años perdió la conciencia y no reconoce a nadie. Se escapó a los 17 años de su casa para irse a vivir conmigo en la clandestinidad, porque yo militaba en el Partido Comunista. Tuvimos que pasar hambre en cuartuchos de mala muerte, tenía mucho coraje; eso era cuando no estaba Stalin, cuando apareció Stalin me fui para siempre del partido. Matilde también pasó hambre conmigo en París, recuerdo que comíamos en restaurantes comunales. Una de mis más grandes crisis ocurrió en París, tuve una relación tumultuosa con una rusa famosa, y me hundí en un pozo, pero Matilde siempre me volvía a adoptar: era la preferida de mamá”. Y muestra una fotografía de Matilde cuando tenía 33 años; su rostro tiene una belleza recia y un lunar bordea su boca tenuemente rosada. Sábato calla, y los pájaros cantan en el jardín. “Los pájaros siempre están alegres. El tigre y el león atacan para comer; el único animal perverso y malo es el hombre, salvo algunos santos que existen y son buenos: los grandes artistas que nos visitan continuamente. ¡Qué suerte ser pájaro!, todo el día cantan, qué lindo animal es el pájaro, se responden, y generalmente andan en pareja”. El hombre que dice esto, quién lo creyera, creó un temible personaje llamado Fernando Vidal que de niño le sacaba los ojos a los pájaros.
Conversión al vértigo
Sábato estudió física y matemáticas, y practicó durante varios años con rigor esta profesión hasta que el arte lo raptó y cambió su destino. De la obsesión científica pasó a la obsesión literaria. No fue una decisión fácil, ni un rompimiento de improviso: fue la metamorfosis de una larga crisis. Al respecto, Sábato dice: “Siempre busqué el lado de la perfección, por eso estudié matemáticas, y además venía de una familia muy estricta, donde lo que se comenzaba se terminaba; era la educación de antes. Con el tiempo, fuerzas oscuras me empujaron a los abismos del arte, y desligado de la razón encontré en éste una especie de encarnación de lo abstracto”. El escritor coge uno de sus libros y para precisar este pensamiento, esta ruptura de su yo, lee con voz dificultosa: “Durante años estudié con frenesí, casi con furor, las cosas abstractas, me di inyecciones de transparente opio, viví en el paraíso artificial de los objetos ideales… Pero cuando levantaba la cabeza de los logaritmos y las sinuosidades, encontraba el rostro de los hombres”. Esta revelación provoca grandes sombras y paraísos de lucidez. Por eso, el naufragio es una línea mayor en toda su obra; una secuela circular que dolorosamente escribe en mayúsculas. Fiel a sí mismo, dice: “Mi vida es irregular, todo es irregular, mi literatura es irregular, seguramente está llena de defectos, pero es cierto que en la búsqueda de mí mismo, en una especie de exploración desesperada del sentido de la existencia, es cuando me vi obligado a escribir”.
Los personajes hablan
“Los personajes de mis novelas son inventados. Todo sale de mi corazón, de la realidad. Alejandra -protagonista de Sobre héroes y tumbas– es una mujer totalmente creada, no es que haya existido, pero gracias a la literatura es un ser humano. Es un personaje que llama mucho la atención por su fuerza áspera, es muy oscura. A medida que la iba escribiendo me fascinaba. Vivía en un altillo, sola con sus fiebres, demencias y arrebatos; sus pensamientos no eran abstractos, sino serpientes enloquecidas y calientes. Era una loca inteligente y ardiente, su piel se erizaba y se estremecía como la piel de los gatos. Y el chico Martín, tan enamorado de ella, la perseguía como un perrito faldero, pobrecito. Alejandra lo despidió muchas veces, para que no sufriera, pero el amor es ciego y mortal. Después del suicidio de ella, Martín termina en la Patagonia, como muchas personas, termina en el confín del mundo, en Tierra del Fuego. En medio de la tempestad lo que lo atraía era el frío, esa cosa austera. Es de las cosas más crueles que he escrito porque me salió si proponérmelo, yo no sabía a dónde iba a parar y sentía que tenía que hacerlo. Hay muchas cosas que escribí con lágrimas en los ojos, aunque parezca una broma.
Me gustan siempre los personajes marginales; en ellos están muchas veces las grandes verdades, son fuera de lo común, amorales, y nos sacan de esa especie de mediocridad general que habita el alma de los hombres”.
Informe sobre ciegos
“¡Oh, dioses de la noche!
¡Oh, dioses de las tinieblas, del incesto y del crimen,
de la melancolía y el suicidio!
¡Oh, dioses de las ratas y de las cavernas,
de los murciélagos, de las cucarachas!
¡Oh, violentos, inescrutables dioses
del sueño y de la muerte!”
Así comienza Informe sobre ciegos, una de las obras más polémicas e impactantes de Sábato. Allí relata que los ciegos conforman una secta sagrada que vive en las cloacas, en las alcantarillas de Buenos Aires, y que su propósito es dominar el mundo. “Uno va por las calles, y me dicen cosas grotescas; algunos se acercan con timidez y me preguntan que si es cierto que los ciegos viven en los subterráneos de Buenos Aires, en cavernas. Eso es una fantasía mía, una metáfora de la ceguera, de habitar en la oscuridad. Puede tener una similitud con Temporada en el infierno de Rimbaud, pero fue inconsciente; por instinto me acerqué a los poetas malditos, es más, el Informe lo pudo haber escrito uno de ellos. Ese libro me trajo muchos disgustos, hasta una queja pública de la Sociedad Argentina de Invidentes. No hago literatura naturalista, eso era una ficción. Curiosamente Informe sobre ciegos, lo pusieron ahora en lenguaje braille”, y ríe, con gran ironía, como burlándose de sí mismo, como debe ser.
Noche y poesía
Sábato escribió poemas que guarda en un cajón que no abrirá jamás. Me señala un pequeño armario donde las palabras duermen un sueño eterno, porque no tiene deseos de publicarlas, hacen parte de su intimidad y del olvido. Su relación con la poesía es profunda y sagrada: “La poesía no son versitos, la poesía es algo más grande, está en el origen de la literatura. Viene de la palabra griega poiesis, que significa creación, creación primigenia y absoluta”. En su obra aparecen fragmentos poéticos que están relacionados con la noche: “La luna, casi llena, está rodeada de un halo amarillento como de pus. El aire está cargado de electricidad y no se mueve ni una hoja: todo anuncia la tormenta”. Al oír la cita se estremece, y dice: “La prosa es lo diurno. La poesía es la noche, se alimenta de monstruos y símbolos, es el lenguaje de las tinieblas y los abismos. No hay gran novela, que en última instancia no sea poesía”.
Sonambulismo
Desde niño sufrió alucinaciones, pesadillas que aparecen en sus novelas. Le relaté un sueño que tuvo Martín, uno de sus personajes. El joven se halla en una iglesia, y avanza entre la multitud; de pronto, percibe que el sermón del sacerdote está dirigido a él, cuando llega al púlpito descubre que el religioso tiene la cara lisa, y la cabeza calva como una bola de billar, y despierta asustado. “¿Eso lo escribí yo?”, pregunta sorprendido Sábato. Sí, eso aparece en Sobre héroes y tumbas, le respondo. Y exclama escéptico: “¡Qué horror, no!”
“Yo escribía mucho en estado de semisonambulismo. Yo fui sonámbulo mucho tiempo. Cuando tenía diez años caminaba dormido, sin tropezar con nada, hasta la pieza de mi madre y a veces le pedía agua; sin despertarme me daba un poco de agua y me iba tranquilo a dormir. El sonambulismo fue una parte de mi vida que me producía escalofrío. Pobre mamá, lo que debe haber sufrido… Si hay algo verdadero es el sueño, de allí salen las grandes verdades, en la vida cotidiana se miente a cada rato. Hölderlin, no me canso de repetirlo, escribió que cualquier hombre es un dios cuando sueña, y no es más que un mendigo cuando piensa. La literatura no se teoriza, se hace; hay cosas que no sé por qué las dije, pero salían espontáneamente como grandes revelaciones, como sueños cargados de electricidad, entonces vaya con Dios”.
Suicidio y muerte
¿Y la muerte? “No le tengo miedo a la muerte, además no sabemos qué es la muerte. Creo que existe otro mundo, yo creo que el alma es eterna. Hay transmigraciones o reencarnaciones, no puedo hacer precisiones, pero por ahí anda la cosa. Puede uno reencarnar en un carnicero o en Federico el Grande, yo que sé”, dice, soltando una carcajada infantil.
Juan Pablo Castel, el pintor asesino, no se suicidó por miedo a la eternidad. Martín casi se lanza a las nauseabundas aguas del Riachuelo, pero la esperanza en la vida lo detuvo. Y Sábato, qué piensa del suicidio. “Yo viví en constantes exaltaciones, euforias y depresiones, abismos, pero el suicidio no es una cosa memorable. Finalmente la desesperanza es una prolongación de la esperanza, un espejo, y siempre me miré en esas dos dimensiones, porque una no existe sin la otra”.
Pintura y despedida
En 1979 tuvo una crisis, empezó a quedarse ciego y el médico le prohibió leer y escribir. Entonces cuenta que la pintura lo salvó: “La pintura es más sana, he podido vivir 86 años gracias a ella. La literatura que yo hago es muy terrible, llena de vértigos, agotadora; en cambio la pintura es un placer, el placer del color. La pintura ha sido un milagro, quizás me hubiera vuelto loco o simplemente me hubiera muerto de tristeza”. El viejo Sábato se anima, se quita las gafas y me invita a su estudio de pintor. Sorprendido descubro que su pintura es igual de siniestra a su literatura. Diseminados en el cuarto veo cuadros que forman una bella exposición del horror. En un rincón está Baudelaire, con el rostro alucinado y verde sosteniendo en sus manos una rata; más allá, a la cabeza de Kafka la rodean diminutos murciélagos, y también distingo un autorretrato de Sábato, viejo y melancólico, esperando sólo la paz de la muerte. Lo de Kafka y Baudelaire no es una casualidad. Lo han inspirado, y en su obra aparecen como reflexión y recreación.
En Abaddón el exterminador Sábato se convierte en un pájaro con alas de murciélago, pero finalmente su metamorfosis no es física sino mental: su espíritu es el de un murciélago. Y de Baudelaire, en El escritor y sus fantasmas, dice que “hay el mismo anhelo de limpieza que en muchos otros pecadores de la carne que se sienten culpables, el mismo odio diurno a lo carnal que es el exacto reverso de su debilidad nocturna”, y eso, sin palabras, expresan sus cuadros.
Entusiasmado muestra el afiche del Pompidou, en París, donde expuso su obra en 1989, y que recibió críticas favorables. Ahora lo veo como un niño, como un niño que ha vivido intensamente y que ya no espera nada. “Soy expresionista. También pinto unos bichos que no tienen ojos, soy un poco siniestro como podrá ver”. Me río, y comprendo que el mundo de Sábato es igual a él: patético, sórdido y vibrante, pero profundamente auténtico y tierno. Él es la conciencia y el goce del sufrimiento.
Como en un sueño, no sé cuánto tiempo ha pasado. Sábato está cansado, me firma unos libros y me acompaña a la puerta. Atravesamos el jardín que parece un bosque virgen, y mirándolo dice “me gusta el jardín en estado salvaje, aquí no se recoge nada de lo que cae”; mientras tanto, el enorme pino que ensombrece la casa y un montón de hojas que cubren la tierra son acariciados por el viento nada más. Unas mujeres pasan y él las saluda amablemente; le digo con humor que no ha perdido de vista a las mujeres, y sonriendo dice que hay cosas en la vida que no se olvidan. Lo abrazo, como la primera y última vez, y el hombre grande, el pequeño hombre que es Sábato, arrastra sus pasos, lentamente, y se pierde en un túnel solitario e inexpugnable.
* Alfonso Carvajal. Nació en Cartagena de Indias en 1958. Ha publicado los libros de poesía Un minuto de silencio (1992) y Memoria de la noche (1998). Sus poemas han aparecido en Panorama inédito de la poesía colombiana (Procultura, 1986), en una antología bilingüe de poesía colombiana en la revista parisina Creacione y en una antología de Poesía colombiana (1931-2005) de la UNAM.
En narrativa ha publicado las novelas El desencantado de la eternidad (1994) y Hábitos nocturnos(2008). Y Los poetas malditos: un ensayo libre de culpa (2000). Con El ciego obtuvo el segundo lugar en el Concurso Nacional de Cuento de la ciudad de Barrancabermeja (2005). Es columnista literario del periódico El Tiempo, y ha publicado artículos literarios en las revistas Fractal, Puesto de combate, Casa de las Américas, Semana Libros, Número y Arcadia. Ha sido editor de Germán Espinosa, Noé Jitrik, Gutiérrez Girardot, Mario Monteforte, Fernando Charry Lara, Roland Anrup, Miguel de Francisco, Santiago Mutis Durán y Evelio José Rosero, entre otros.