Por Cynthia Rimsky
El bar Inglés es una tradición porteña como lo fue el Rolland, el Riquet o el Menzel. Sus clientes son hombres de negocios. Cuando el puerto tenía importancia, acudían agentes de aduana, de seguros o importadores. Sin tratarse de un club exclusivo, a través de los años, se fueron generando pequeñas rutinas que se asentaron como la barra, el espejo detrás de la barra, el barman, la garzona, la puerta de adelante y la de atrás, cada una a una calle distinta, los canapés que acompañan los tragos, el consomé antes del cierre, y un secreto en el baño.
El bar Inglés es un espacio donde los hombres se relajan entre hombres, se expanden. Basta traspasar la puerta para captar esa atmósfera sagrada: el humo de los cigarros o el puro, la chaqueta azul en el respaldo de la silla, las camisas blancas, las argollas matrimoniales, las manos pulcras, con vellos y dedos gruesos.
Aún cuando no es necesario un carnet de socio, existe una forma de diferenciar a los clientes de los forasteros. Cada asiduo al bar tiene un vaso con su nombre impreso en él. El barman, que los conoce a todos (y recibe suculentas propinas por ello) prepara el trago y la garzona lo lleva a la mesa. El cliente contempla su nombre y bebe. Cuando sale del bar por la parte trasera puede incluso revisar el libro de registro, disponible para cualquiera, donde está su nombre y el de otros miembros.
Nunca existió un cartel que prohibiera el ingreso de mujeres, pero si eso llega a ocurrir, todas las miradas se vuelven hacia la atrevida. Allí se va a estar entre hombres, a hablar cosas de hombres. Por eso funciona solo de día. Porque de noche los hombres son cosas de mujeres. Algunas veces, sin embargo, el alcohol produce un pequeño desbande: las corbatas quedan sobre la chaqueta en el respaldo de la silla, y el guitarrista que canta flamenco ve acallada su voz por los aficionados. Es un momento peligroso donde han rodado fortunas. A los exaltados, les da por invitar a toda la mesa, no un whisky, sino una botella de whisky de 15 años. Cuando llega ese punto, en la cocina comienzan a preparar el consomé y el barman alerta a los taxistas.
Los verdaderos clientes tienen una cuenta a la cual van abonando. Por supuesto, existen los que no vuelven a pagar. Otros se ausentan una temporada y, cuando aparecen, pagan la mitad de la cuenta de una sola vez; luego vuelven a endeudarse y a desaparecer. Pero deben ser más los caballeros, sino el bar estaría cerrado.
Como decía al principio, con la caída de la actividad portuaria, el público cambió. Un tiempo fueron los militantes del partido socialista, asesores y funcionarios gubernamentales; los mismos que antes tomaban litreado en el Standard, ahora colocan la chaqueta en el respaldo y esperan bajo una camisa blanca a que llegue el vaso de whisky con su nombre.
Estas observaciones son minucias, aspectos banales que cualquiera puede observar si permanece allí una hora o dos. De hecho, si un amigo no me hubiese develado el secreto del Bar Inglés, yo habría permanecido por años convencida que eso era todo. Pero hay una última particularidad que ha permanecido, como la barra, el espejo en la barra, el barman, los canapés… Está en el baño de hombres. Se trata de dos espejos ubicados a ambos lados de cada mingitorio. Uno aumenta y el otro reduce.