Por Cynthia Rimsky
Éramos dos escritoras que visitaríamos una escuela básica de niñas en el sur, en el marco de un encuentro de escritores. Algo pasó y, en vez de leer juntas en la biblioteca, me encontré sola, ante un curso de adolescentes expectantes con la visita de la escritora de Santiago. Para ganar tiempo, les pregunté por qué les gustaba leer. Dijeron que la lectura les permitía vivir otras vidas, imaginar que eran otras. Les pregunté qué vidas y contestaron mayoritariamente que las de Harry Potter y sus amigos. La profesora, con el pelo teñido rubio, simuló ordenar unos papeles.
Uno de los muros de la sala estaba cruzado por una ventana; pregunté a las jovencitas si miraban a través de ella. Todas levantaron la mano. Por supuesto, cuando se aburrían de escuchar al profesor, miraban por la ventana el edificio del frente; a la mujer que salía a regar las plantas al balcón, al hombre que se afeitaba… Desde la otra esquina, la profesora pareció preguntarme: ¿Y?, ¿cuándo viene la escritora?
Quise saber a qué hora regaba la mujer, si las plantas crecían, si vivía sola o acompañada, por quiénes. Las jovencitas no se lo habían preguntado. La profesora barrió con su mirada la ventana. Les pedí que hicieran el ejercicio de escribir 15 recuerdos de una experiencia que hubiesen vivido. La profesora se acercó: no quería perderse lo mío, pero sentía tantos deseos de escuchar a la otra escritora. Le di permiso para salir y me acerqué a la ventana a ver si aparecía la señora que regaba.
Las historias que las jovencitas escribieron eran bellas porque eran sentidas; la muerte del gato, un castigo, la discusión con una amiga, una tarde de lluvia. La profesora volvió con los ojos iluminados. “Escuché poemas en mapudungun”. ¿Y usted sabe mapudungún?, le pregunté. “No, pero sonaba tan bonito, me transporté a otro mundo”. Y, al escuchar las experiencias escritas por sus alumnas, las reprendió: “Demasiado tristes, ¿por qué tanta tristeza?, tienen que escribir de otras cosas”.
Las jóvenes callaron.
El silencio me transportó a mi infancia. Cuando volví, convertida en una escritora de 48 años, desmentí a la profesora y pedí a las jóvenes que continuaran leyendo. Levantándose de la silla, una dijo: “A mi me pasó que al leer lo que escribí, sentí que no era yo la que había vivido eso, sino otra persona”.
Sonó el timbre. La profesora me agradeció haberle mostrado un ejercicio que le serviría para su clase. “Es de George Pérec, un escritor francés que enseña a observar lo infraordinario”, le expliqué. “Claro”, dijo, desapareciendo con el libro de asistencia. Cuando hubo salido, se acercaron dos estudiantes, querían decirme que antes de mi visita no sabían que sus vidas podían escribirse y convertirse en historia: “Usted nos cambió la manera de mirar”.