Por Sebastián Robles
Autora de las novelas históricas Finisterre, Las libres del Sur y Una mujer de fin de siglo, entre otras, María Rosa Lojo acaba de publicar Todos éramos hijos, una novela ambientada en los años 70 en Argentina, donde los avatares de la política –que deviene en tragedia– aparecen como el telón de fondo en la adolescencia de Frik, su protagonista. ¿Se trata, también, de una novela histórica? ¿Es posible hablar en esos términos del pasado reciente? ¿Qué diferencias hay entre la adolescencia de hoy en día y la de aquellos años? Conversamos con María Rosa Lojo sobre estos y otros temas.
Hace un tiempo, en una entrevista en este mismo blog, al hablar del rol de la novela histórica en la literatura argentina y sus características generales, mencionabas en el caso de los años 80 en adelante “la voluntad de contar desde adentro la experiencia femenina y recolocar también a las mujeres como “heroínas” en la historia visible; devolver a los héroes un cuerpo (sexuado, vulnerable, envejecido, enfermo: en suma, una corporalidad humana, en todas las fases de la vida) y reconocerlos también en sus debilidades y traiciones”. Vuelvo a leer estas líneas y me resulta inevitable pensar en el personaje de Frik en estos términos, al igual que en muchos otros que aparecen en tu novela. ¿Fue este un efecto buscado?
No sé si llamaría a Todos éramos hijos una novela histórica. El tiempo en el que habitan sus personajes es realmente muy cercano a nosotros. Son los años de mi propia adolescencia, y por supuesto, muchas otras personas de esa generación siguen viviendo; estamos más próximos al testimonio y la memoria que a la historia. O por lo menos, yo lo estoy, en tanto autora. Ya no se trata, como en las novelas sobre los tiempos fundacionales del siglo XIX, de devolverles una densa humanidad a las figuras anquilosadas de los próceres, o de recordar que en esos tiempos también había mujeres y que ellas construyeron la historia dentro (o también más allá) de las limitaciones de su rol de género. En ese sentido, los personajes de Todos éramos hijos son los que uno esperaría encontrar en cualquier novela sobre el presente. No están lo suficientemente alejados, en una dimensión de extrañamiento. Pero, aunque esos tiempos son tan inmediatos, no es menos cierto, por otro lado, que ya se han comenzado a forjar estereotipos sobre sus protagonistas, en blanco y negro, con formas rígidas. Es verdad también que la generación de mis propios hijos no vivió esa época de primera mano. Y que para ellos ese pasado no integra su historia personal, sino que pertenece a la Historia nacional, con mayúsculas. En ese aspecto, me parece que mi novela construye una realidad matizada: un mundo donde no todos los jóvenes son militantes, donde no todos los militantes eligen o aprueban la lucha armada, donde algunos viven de manera conflictiva el cruce entre cristianismo y guerrilla, o se resisten a la militarización creciente de las organizaciones. El texto muestra cómo se van gestando teorías que fundamentan la militancia, y hechos políticos que exigen y desencadenan reacciones, que transforman a las personas. Se ve qué pasa dentro de las familias, cómo padres e hijos experimentan sus diferencias ideológicas y generacionales. Una de las cosas más lindas que se dijeron sobre esta novela vino de la periodista Laura Galarza: “…nunca había leído un libro que me transmitiera tan claramente cómo vivieron los jóvenes esa época. Es decir, lo había leído, lo sabía. Pero en este libro lo pude comprender. El libro tiene algo de la transmisión de esa experiencia como en vivo y en directo. Vos lo escuchás, dudás con ellos, tenés miedo o rabia con ellos.” Aprecio especialmente esas palabras porque la comprensión a la que ella se refiere sí que estaba entre los efectos buscados.
En Todos éramos hijos, a diferencia de lo que sucede en otras de tus novelas, la acción transcurre en un pasado histórico cercano, que vos también viviste a una edad similar a la de sus protagonistas. ¿Hasta qué punto jugó esta experiencia a la hora de construir los personajes y la trama? ¿Te resultó más fácil o más difícil recrear ese pasado?
Aunque no hay “literalidad” en este libro, ni pretensión de corresponder puntualmente con episodios (auto) biográficos, sin duda se enmarca en lo que hoy se llama “autoficción”: un territorio de exploración, que a mí me parece muy rico, entre lo vivido, lo recordado, lo imaginado; entre el sujeto, sus máscaras, sus desdoblamientos. La autoficción juega con la identidad de personaje y autor, pero sin las restricciones del contrato autobiográfico propiamente dicho. Y en cierto sentido “blanquea” el componente de fantasía ficcional que tienen aun las autobiografías más clásicas. Esto no quita que un libro de esta clase pueda ser profundamente “verdadero”, a la manera en que toda ficción lo es, en un plano simbólico.
Desde ya que mi propia experiencia vital jugó mucho a la hora de abordar esta novela que demoré tanto en escribir porque necesitaba la distancia del tiempo para vernos en perspectiva, a mí y a mi generación y porque había zonas traumáticas bloqueadas. Pero claro que no se trata de la “experiencia directa” de aquella jovencita que fui, sino de la mujer actual que la interpreta y que se interpreta.
Si bien la dictadura militar ha sido muy frecuentada por la literatura argentina de los últimos años, el enfoque de tu novela resulta original porque no está puesto en la militancia sino en los personajes, en su educación sentimental y en su manera particular de entender el mundo. Incluso, más allá del relato sobre la dictadura y los años previos a ella, parece ser el relato de una adolescencia y en este sentido es universal. En una entrevista con Silvina Friera, decís: “Frik es una desajustada con el mundo”, y efectivamente así es como se la percibe. ¿Cómo pensás que se vive esa adolescencia en el día de hoy? ¿En qué se parece y en qué se diferencia de la adolescencia de los años 70?
Sí, Todos éramos hijos es ante todo el relato de una adolescencia. La de una generación a la que le tocó atravesar esa etapa de tránsito vital en un contexto histórico particularmente vertiginoso, cruzado por cambios bruscos en un período de violencia naturalizada. Ese contexto marca y afecta a los personajes, pero las cosas que se plantean tienen que ver también con cuestiones existenciales: la propia identidad, el destino, el sentido de la vida, la libertad de aceptar o no aceptar las condiciones de este mundo en el que fuimos puestos, arrojados, paridos, sin habérsenos consultado previamente. Creo que eso es de ayer, de ahora y de siempre. Y tal vez hoy esa incertidumbre existencial sea aún mayor, precisamente porque las pautas de control de los adultos sobre los hijos son más laxas. En muchos aspectos hay menos cosas prohibidas que antes, y la energía y la incertidumbre que se canalizaban en la rebelión contra los padres y sus mandatos, se vuelcan más en los dilemas que los jóvenes tienen consigo mismos. Quizá por eso muchas decisiones se han retardado, como la edad de formar una pareja estable y de tener hijos. Antes eso se precipitaba porque parecía la única manera de liberarnos de la tutela de nuestros padres, ser dueños de nuestras acciones, fundar un mundo por nuestra cuenta. Hoy, al aflojarse los fuertes controles paternos, todo eso se vive con menos urgencia, aunque no necesariamente con menos angustia. La toma rápida de decisiones neutraliza la angustia, al menos en el corto plazo. También el sueño de la revolución inmediata. La idea de que si se lograba una sociedad más igualitaria se resolverían automáticamente los grandes problemas humanos, era muy consoladora y ocupaba todo el horizonte para muchos. Pero la revolución estaba lejos de ser realizable del modo en que los jóvenes militantes querían. Y aunque se hubiera realizado, al margen de que ninguna revolución logró nunca Estados ideales, muchos problemas humanos básicos subsistirían. Como el hecho de que somos mortales, o de que podemos amar y no ser correspondidos, o fracasar en nuestros empeños, u odiarnos, envidiarnos e incluso exterminarnos unos a los otros aunque los bienes materiales y simbólicos y los recursos de producción estuvieran más o menos parejamente repartidos.
En lo que respecta a la sociedad, hay unas cuantas cosas que cambiaron, creo, en forma positiva. Hoy no se estigmatiza, por ejemplo, la homosexualidad, como ocurría en la época de nuestra adolescencia, cuando nadie parecía dispuesto a aceptarla. No lo hacían los viejos conservadores, ni aquellos que se consideraban revolucionarios y que miraban una inclinación sexual diferente como el producto de la degeneración burguesa. También se puede ser militante político, participar en marchas y piquetes, sin que eso implique poner en riesgo la propia vida. Las opciones personales, profesionales, sentimentales, en general están menos predeterminadas, son menos compulsivas. Los roles de género se han flexibilizado y ampliado, para las mujeres y también para los varones, que cambian pañales y preparan mamaderas sin sentirse menoscabados, cosa que no hacían nuestros padres.
Pero no todos los cambios parecen alentadores. También hay mucha desorientación y desamparo. El impacto del alcohol y de la droga son incalculablemente mayores que en la época de mi adolescencia y afecta sobre todo a los sectores jóvenes más vulnerables, parte de los cuales terminan involucrados tanto en la adicción como en el narcotráfico. Hay, incluso, una “narcocultura” que no existía entonces.
Otra diferencia la veo en la relación apasionada, visceral, vital, que los estudiantes teníamos con los libros y con los escritores. Eran nuestros referentes (en un estilo que ya ha desaparecido) y rastreábamos las grandes obras como mapas en los que esperábamos encontrar las claves cifradas de la vida. Hoy se sigue leyendo; no podemos argumentar, ciertamente, que no se vendan libros. Pero creo que los lectores se han vuelto más especializados y que los escritores se conocen en ámbitos también más acotados y pequeños. No son tan significativos y respetados para el conjunto de la sociedad. En ese sentido, tienen un peso menos excesivo sobre los hombros, porque no se espera de ellos una guía filosófica o moral; también, claro, son menos relevantes para la comunidad.
Entre nuestra generación y la de nuestros hijos hubo, además, otra clase de revolución: la cibernética. Cambió el mundo. El de las comunicaciones y de los modos de conocimiento. Y nos colocó, frente a ellos, que nacieron ya en ese entorno nuevo, en una situación de inferioridad, al menos en ese aspecto. Todavía no podemos prever los alcances de este cambio, sin duda fascinante. Pero se abrieron muchas ventanas. Una red de ventanas, literal y metafóricamente hablando.
El teatro tiene un papel fuerte, tanto en la trama como en la forma de la novela, estructurada en tres partes, y en especial en su parte final. ¿A qué se debe la elección de la obra “Todos eran mis hijos” de Arthur Miller?
Creo que la concepción de la historia humana como drama o como tragedia, es un eje esencial de la novela.
En cuanto a la elección de esta obra en particular, hay un motivo muy personal: realmente la representamos en el secundario y yo hice el papel de Kate Keller. Fue algo sumamente significativo para mí. Pero aunque esto no hubiese sucedido, no sé si hubiera podido concebir una mejor idea para articular la novela sobre ese texto tan simbólico. No fue casual, entiendo, que representáramos la obra de Miller. Estaba en el espíritu de la época. Por un lado la idea de responsabilidad. De que no podemos escapar a las consecuencias de nuestros actos individuales sobre todo el conjunto social, y como bumerán, sobre nuestras propias vidas y las de los nuestros. Que no podemos “salvarnos solos”. Y atrás, siempre, está la gran sombra inquietante del filicidio, presente en Miller, en la historia, en la cultura y en el mito: desde los griegos al cristianismo. Crono el titán o Cronos el Tiempo: ambos devoran a sus hijos rebeldes. De algún modo eso se aplica también, de una manera compleja, al vínculo entre Perón y los jóvenes insurgentes.
¿Tenés pensado volver sobre este período histórico? ¿Qué estás escribiendo ahora?
No por ahora. Saldé una asignatura pendiente. Creo que dije lo que tenía que decir, de la mejor manera que supe. Estoy descansando un poco del gran esfuerzo que eso representó. Y escribo algunos cuentos.