Por Cynthia Rimsky
Nunca fue un barrio totalmente tranquilo. En los bajos del edificio hay dos restaurantes, un kiosco que hace llaves y que reúne a un grupo de amigos buenos para beber y conversar, pero a la una de la mañana casi todos parten a sus casas y la calle queda silenciosa, a excepción de los vehículos que paulatinamente dejan de circular y del camión cisterna que lava la calle.
Por el periódico me entero de que algunas cuadras más adentro surgieron un par de after hour que abren a las dos de la madrugada y cierran por la mañana. Sugestión o no, comienzo a escuchar voces. Al principio no me preocupo porque son voces de paso y, si alguna me despierta, vuelvo a dormir. Entonces comienzan los gritos y no se trata de una pesadilla. En la calle, hombres, a veces mujeres, gritan mucho o poco. Ocasionalmente pelean; una pareja heterosexual, homosexual o dos amigos que discuten a viva voz. Debido a que el edificio arma una caja de resonancia no es posible entender lo que se gritan; en el silencio de la noche resuena la angustia, el vacío que sigue a las imprecaciones, el silencio en el que se ahogan las confesiones, las urgencias, el desgarro. El toldo del restaurante me impide ver de quién se trata.
Algunas noches, además de los gritos, escucho carreras, pisadas que rebotan en el pavimento, el eco de los golpes sube hasta mi ventana, retumba una cortina metálica, pienso que alguien ha sido emboscado y lo arrojan contra la cortina de un local. Puertas y ventanas están cerradas, no hay dónde escapar, a quién pedir ayuda. Recuerdo haber caminado alguna madrugada sola hasta casa, haberme fijado en las puertas y ventanas, en alguna luz, por si necesitaba recurrir a alguien; recuerdo haber llevado esa luz anónima en el puño de mi mano como un as bajo la manga. Alguna noche he pensado llamar a los carabineros, pero ya he tenido experiencias con el teléfono de emergencia, al otro lado de la línea, nadie contesta. Además, ¿qué les diría? Oiga, escucho voces, carreras, gritos, golpes… Algo puede estar ocurriendo o tal vez nada.
La noche es una película del cineasta italiano Michelangelo Antonioni. Como en toda su filmografía, versa sobre la incapacidad de comunicación. Dos personas, dos mundos, dos visiones. La protagonista, interpretada por Jeanne Moreau, se siente agobiada, insatisfecha con su vida, con su marido, con su rutina… siendo una realidad diaria, es en la noche donde se expresa vivamente su condición, es en la oscuridad donde sale a la luz esa indefinible insatisfacción que el día con sus ruidos y agitación logra aplacar.
Durante años tuve necesidad de la noche. Recuerdo la inquietud que sentía al caer la tarde. Una especie de picazón, la necesidad de que algo ocurriera más allá de la vida de todos los días. El escritor Cesa Aira dijo en la Feria del libro que escribía para escapar de su vida gris. En ese tiempo no me era posible escribir y, para escapar de la vida gris, me iba a un bar. En el bar me encontraba con vidas tan grises como las mías. Cuando uno frecuenta un bar, se convierte también en asidua de sus historias, de otra rutina tan gris como la diurna. Hay un momento de la noche en la que debiera irse a casa, pero no se va. Sigue ahí, a pesar de que todas las noches son iguales, como iguales son los relatos de los clientes que van como uno a escapar de la rutina.
Recuerdo un bar de Valparaíso, había toque de queda, a la medianoche bajaban la cortina y nos quedábamos encerrados, un grupo de estudiantes, prostitutas, proxenetas y cantantes que, una vez terminada su ronda por los bares, iban allí a esperar la madrugada para coger el bus a casa. En la espera se bebía, se mezclaban cuerpos, deseos, experiencias. Recuerdo haber ido a un minúsculo baño maloliente que tenía un espejo trizado y haberme horrorizado ante el rostro de aquella extraña y oscura mujer que vi reflejada en el vidrio. Ir de bares era una forma de conocer la oscuridad que nos habita, de enfrentarla y aprender a relacionarse con ella.
En esa época me hacía o era valiente. Volvía caminando a casa, sola. Algunas veces escuchaba pasos, carreras, gritos. Otras veces lo que me asustaba era el silencio. Recuerdo que me mordía la lengua. Cruzaba La Vega, por entre los camiones llenos de verduras y los cargadores. Sabía que podía ocurrirme algo, pero era más fuerte el placer de la ventura. ¿Qué sentido tenía vivir cuidando de que nada ocurriera? Una carrera, un grito, un golpe, eran los sonidos de ese viaje a través de la oscuridad.